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25 nov 2014

EL GUARDABOSQUE MAYOR



ERNST JÜNGER                  "SOBRE LOS ACANTILADOS DE MÁRMOL"
Existe un breve estertor en el sueño que se asemeja al eco final producido por la tecla de un piano. Esa resonancia que antecede momentáneamente al silencio primero de la mañana, cuando salimos de un sueño de magia y nos enfrentamos a la realidad metálica de la historia inconclusa de cada jornada. Esa somnolencia que nos deja la noche pasada, si apenas podemos recordar su narcosis bañada en brumas, quisiera que permaneciera durante todo el día, y andar por la casa como un espectro, atravesar las paredes sin esfuerzo aparente y llegar hasta el otro lado del espejo. Ser como el vuelo primero de la cortina que recibe el aire y elevarme con él hasta el techo de la estancia. Hablar con el secreto de la madera del piso, de los muebles viejos, de la lámpara apagada seis o siete horas antes y preguntarla, si es que aun lo recuerda, cómo me contempló su luz cenital antes de dormir. Adentrarme en esa pequeña muerte que propicia la oscuridad para resucitar antes del amanecer, como si ya el sueño fuera la única y exacta realidad a la que juego.

Leer, más que leer, vivir en el silencio de las páginas de "Sobre los acantilados de mármol" de Ernst Jünger, hora a hora, día a día, apenas una semana, es como la lenta caída en un abismo de luz. Cada palabra, cada frase, las imágenes poderosas que propugnan sus distintos escenarios, el mismo relato semejante a una sutil pesadilla, envuelve al lector haciéndole partícipe de la misma historia que otros, como él antes y como él después, volverán a vivir. Geografías simbólicas donde los grandes y fértiles valles mantienen, sin aparente esfuerzo climático, el resplandor de la vida plena; acantilados de frontera en los que refulge una pátina de fulgor dorado; desde sus cimas divisándose las tierras bajas de pastoreo, con sus viejos árboles y dioses tallados y, al otro lado, distanciados apenas por unos enigmáticos territorios flanqueados por turbas, ciénagas y juncales, el bosque..., y el Guardabosque Mayor.


La vieja crónica, no por ello desgastada en su terrible significado, de la lucha entre el bien y el mal. Un Bien cuyos protagonistas, de acuerdo con la propia necesidad de la narración, se nos muestran frecuentemente como elementos convencionales, al uso de sus propias labores campesinas las más de las veces, otras como guías guerreros y espirituales de una comunidad que lucha por evitar la propagación de la tiranía. Un Mal, prodigiosamente descrito en el libro, que parte con la ventaja del secular miedo anclado en el corazón de todos los hombres, también de la necesidad arbitraria de un orden que haga desaparecer cualquier atisbo de diferencia.

Junto a ellos, y sin duda como pieza más sugerente de la novela, un cúmulo de intérpretes no humanos, animales y espacios de abrumador misterio, botánica teológica y lengua y palabras de sentido y significados crípticos. Dogos de Cuba y lebreles de infantería, víboras lanceoladas y águilas primigenias; nieblas y fuegos redentores, aves incendiadas, orquídeas de perfil invencible, espejos paralizadores, jeroglíficos en las grietas, pieles humanas sin vida, de cera transparente. Sueño y espíritu como antítesis a la violencia descarnada; parálisis e inmovilidad ante el máximo fragor de la batalla, todo sumido en una niebla que anega las tierras bajas y sube, como remolinos premonitorios, hasta las cumbres de los acantilados, último altar donde un sacerdote moribundo oficiara la salvación redentora.

Ernst Jünger (1895-1998), paradigma de la Kultur germánica del siglo XX, quiso con esta obra, escrita a finales de 1939, oponerse al despótico régimen político que Hitler y sus secuaces nazis instauraron en su país. Sus premoniciones, en cuanto a las consecuencias que su totalitarismo ideológico y su militarismo genocida supusieron para el resto del mundo, se encuentran como símbolos patentes a lo largo de la novela. Los primeros y más sagaces lectores de la obra presintieron que las escenas narradas iban mucho más allá de un mero relato  y, cuando ya finalizada la conflagración mundial en 1945, contemplaron la inmensa plenitud de la destrucción, las devastadoras consecuencias de la derrota de todos, constataron cómo sus temores y sospechas se habían hecho lamentablemente realidad. 

Jamás imaginé, antes de enfrentarme al libro, a Jünger como un escritor de ciencia ficción. La lectura de esta obra bien podría alinearle en la corriente del "1984" de George Orwell, en cuanto a la denuncia y premonición de la barbarie que la ideología tiránica puede imponer a los hombres. Pero ahora, todavía al ascua del calor de sus páginas, me atrevo a considerar al autor alemán, por lo menos en este colosal trabajo, como arquetipo de la mejor novela del género, aunque solo haya sido una la que le pueda encumbrar a ese privilegiado tabernáculo.


18 nov 2014

TIEMPO DE BRUJAS





CRESSIDA                              "CRESSIDA"     
Hubo un tiempo, ya quizás lejano pero que revuelve su hojarasca de vez en vez, en que fuera que las cosas se sucedían de forma más natural. El recoger un trozo de musgo y oler la humedad de tantas lluvias pasadas, todas ellas acumuladas en un ínfimo espacio de geografía verde y suave, transportaba al observador hacia lugares donde concurrían los recuerdos casi olvidados, aquellos en los que la marmita de los druidas era bálsamo para la gente sencilla. Contemplar las hojas lobuladas de los robles con sus tonos de cuero eternizado, alcanzar desde el suelo una piedra y admirarse con su brillo escondido, también con su diminuta orografía de planetas, pasar la mano por un tronco y recoger en la mano un liquen de pequeñas ramas caprichosas, sus estrías semejantes a neuronas dibujadas por dioses antiguos. Estas, y otras muchas más, actividades del hombre curioso se daban más y mejor en otras épocas, cuando el hombre y la naturaleza porfiaban por ser un mismo conjunto, un resumen de sensaciones milenarias que enriquecían con sencillez al caminante sosegado.

En ese espacio diluviano, cuando en la música rock casi todo era nuevo, se desarrollaba la apuesta de una banda como Cressida, tablado en el que convergen unos músicos ingleses que inician su carrera en la primera mitad de la década de los 60. Era entonces, si, cuando la escena cambiaba constantemente de escenario, sus protagonistas convencidos en buscar nuevos caminos de expresión, aquellos que aunaran el aun corto sendero recorrido por el género con otras raíces que recogieran la mezcla de culturas rurales y urbanas. El folk, el jazz melódico, la primera psicodelia de hadas y de Alicia, el originario rock contundente, ya consolidado en su instrumentación rotunda de guitarras y poderosa base rítmica, el nacimiento del estilo progresivo como expansión hacia territorios donde el músico, también el oyente, pudieran alcanzar cotas hasta entonces no holladas.

Allí y entonces, en esa atmósfera de iniciación para tantos, cabía la posibilidad de encontrar obras tan genuinas como el primer álbum de nuestros invitados de hoy, de título homónimo, y originariamente editado por el añorado y prestigioso sello Vertigo en 1970. Cressida (nombre cuya elección no queda clara entre los propios miembros de la banda, unos inclinan su preferencia por la mera belleza de la palabra, otros lo engarzan con la obra "Troilo y Cressida" de Shakespeare) acoge en su primera y legendaria formación a músicos como John Heyworth y Angus Cullen, la base cenital del grupo, profunda hermandad tanto en la labor compositiva como en el desarrollo y mantenimiento de su idea estética. Peter Jennings, imprescindible en su aportación instrumental, uno de los teclistas más poderosos e imaginativos que he escuchado en mi trayectoria como oyente, y que contribuirá vigorosamente a dar a la banda su sonido y estilo más característico. Kevin McCarthy al bajo e Iain Clark a la batería, formarán una base rítmica anclada en la vieja escuela, escuetos en su expresión, tremendamente incisivos en su labor de apuntalar un murmullo sin grietas.


Y es con esa mencionada alineación con la que alumbran una obra, esta "Cressida" tocaya, que viene a significar para este prosista una de las obras más significativas (también desconocidas) del folk-progresivo inglés de la muy primera década de los 70. Estilo musical el suyo que ancla su andamiaje en una bella confrontación entre los teclados, como instrumento claramente predominante, y la voz. Es entonces "Cressida" un trabajo donde el órgano Hammond B3 de Peter Jennings y la voz de Angus Cullen nos embarcan, para los menos conocedores del grupo entraremos en comparaciones, por terrenos ya entonces recientemente explorados por bandas como Procol Harum, Caravan o Brian Auger & His Oblivion Express. En la voz, y en la atmósfera creada por su propia narración, The Moody Blues serían quizás la referencia más obligada. La guitarra de John Heyworth, a lo largo del disco gracilmente hermanado con la belleza casi catredalicia de los teclados, genera unas veces con logrados ecos acústicos, otras con riffs de hermosísima extensión eléctrica, un ambiente de progresión melódica que nos transporta hacia reverberaciones de grutas limpias, a espacios donde la repercusión rítmica vuela con alas de nubes tan altas.

Para que los ya curiosos e interesados puedan entrar en detalles, decir que mientras la cara A muestra a la banda en su versión de mayor contundencia instrumental, temas como "Winter Is Coming Again", "Cressida" o "Depression" revelan el virtuosismo absoluto de su exquisita estructura rítmica, en la cara B, canciones como "Spring 69", "Down Down" o "Tomorrow Is A Whole Day" manifiestan la mejor versión baladista del grupo, una suerte de cánticos dirigidos hacia una dilatación melódica que los eleva al mejor "soft-prog" posible. Otras alhajas repartidas a lo largo del disco, "Time For Bed", "Home And Where I Long To Be", "One Of A Group", "Light Is My Mind" o "The Only Earthman In Town", siempre la balanza entre teclados y voz perfectamente engarzada, apuntalan una interpretación musical que raya muchas veces  con la mejor génesis de la sorpresa.


Hoy, cuando contemplo cómo las parejas, incluso tan cercanas físicamente entre sí, se comunican vía ipod (o como se llame ese infernal artilugio), cuando las visitas a los mejores museos se pueden hacer directamente desde el sillón del hogar, o cuando parece que una gran parte de nuestra existencia pretenden hacerla pasar por el aro de la virtualidad, es el tiempo en el que más me aferro a las épocas pasadas, aquellas en las que contemplar un simple acebo tintinear con el viento daba lugar al desfile impávido de las brujas.