NICOLÁS SARTORIUS & ALBERTO SABIO "EL FINAL DE LA DICTADURA"
He sido muchas veces más proclive a pensar que la muerte del dictador Franco en la cama hospitalaria de La Paz fue más un fracaso que otra cosa. Fracaso en cuanto devastó a sus defensores, activos y pasivos (que los hubo, y lamentablemente en número no pequeño), tanto como frustró a sus detractores más activos (los militantes antifranquistas de primera línea). Los primeros quisieron que su muerte no sucediera nunca o, al menos si ocurriera, que su régimen y legado perdurara por los siglos de los siglos. Los segundos, además de desear que su defunción hubiera sido ocasionada a sangre y fuego (pagando la misma moneda con la que el dictador se explayó a gusto durante 40 interminables años), por el hecho de optar por una salida que propiciara la por entonces llamada "ruptura democrática". Ni los unos ni los otros se salieron con la suya. El régimen franquista no perduró (aunque sociológicamente pervivan hoy día muchos retazos en la derecha más cerril), y la ruptura democrática no llegó a triunfar.
La lectura de "El final de la dictadura. La conquista de la democracia en España. Noviembre de 1975-Junio de 1977" de Nicolás Sartorius, abogado, periodista y político y de Alberto Sabio, profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, ha sacado del fondo de mi memoria recuerdos de acontecimientos que viví en aquellos años, mayoritariamente en buena parte de mi etapa universitaria y cuartelera (..."historias de la puta mili", como transcribiría posteriormente el genial dibujante Ivá desde El Jueves). También sobre todo, ha contribuido poderosamente para dibujar con perfiles más nítidos una realidad a la que yo entonces concedía una importancia secundaria. Realidad, la de la lucha antifranquista y compromiso político de esos días que, para un joven de 22 años en aquellos momentos, no era ni de lejos tan atractiva como la que suponía el conocimiento a profundis de los estilos musicales del rhythm & blues británico, los ecos que amparaban las paredes de los Fillmore americanos, el jazz de Monk y Roland Kirk o los primeros conciertos de grupos españoles cobijados en el sello Chapa Records.
Esa pintura, más transparente de la realidad social y política del país de entonces, vista por mí desde la barrera (según confieso en el párrafo anterior), es la que han conseguido retratar Sartorius y Sabio en su excelente y completo trabajo de investigación. Operación que queda enmarcada en un esqueleto narrativo que abarca tanto las movilizaciones socio-políticas y la consiguiente represión del régimen (Capítulos II y III), como las grietas y divisiones del tardo-franquismo y la dimensión internacional de la Transición (Capítulos IV y V), para terminar en su Capítulo VI final con breves y sustantivas referencias a la situación entonces de Cataluña y Euskadi, además de culminar con los más sustanciosos datos relativos a la definitiva negociación entre Gobierno y oposición.
Como buen sindicalista (fue fundador de CCOO) Sartorius arrima bien el ascua a su sardina y, sin ningún demérito, demuestra cómo la lucha obrera fue fundamental para la conquista de la democracia. Lucha que, gracias a la estrategia de entrismo del sindicato clandestino en la estructura vertical del régimen, consigue para muchos trabajadores dos cosas de singular importancia, la primera, mejoras en su situación laboral y económica, la segunda, la concienciación política de las masas a las que defiende y representa. Una vez asentada la presencia de CCOO como único interlocutor eficaz ante la autoridad laboral franquista, año 1965, ante el caso de ausencia de acuerdos favorables la organización enfrenta los paros laborales (no permitidos) o las huelgas (ilegales) a la situación de conflicto y, consecuentemente, propicia la represión del régimen. Reacción gubernamental que sirve, sin pretenderlo originalmente, como caldo de cultivo para la reafirmación de una clase obrera que, paso a paso, va ampliando sus reivindicaciones desde lo estrictamente laboral a lo intrínsicamente político.
Se desprende entre líneas que, independientemente de reconocer su valiosa aportación, la lucha estudiantil contra el franquismo siendo muy combativa no llegara a tener tanto alcance como la lucha obrera. Los estudiantes universitarios, la gran mayoría hijos de la clase burguesa, además de en número muy inferiores al de los obreros (y, por tanto, menos aparatosa su presencia en la calle), no reivindicaban mejoras salariales sino estrictamente políticas y académicas, lo cual dejaba a muchos de ellos, no concienciados políticamente, al albur del alegre run-run de la existencia estudiantil (casi siempre grata), dejando en una minoría muy batalladora el mayor peso de las protestas. No ocurrió lo mismo con las plataformas vecinales, agrupadas en torno a las Asociaciones de Vecinos, que consecuencia de la nula o falta significativa de planificación urbana durante el aluvión de emigración interior, reivindican unos servicios públicos mínimos que en muchas grandes ciudades, sobre todo en Barcelona y Madrid, habían quedado ausentes tras los años del desarrollismo económico.
La represión del régimen, consecuencia de los conflictos socio-políticos y ciudadanos que se desarrollan fundamentalmente a partir de la segunda mitad de la década de los 60, no recae exclusivamente en los cuerpos policiales. Tanto a la Policia Nacional como a la Guardia Civil se suma la trístemente célebre Brigada Político-Social (llegó a existir también una Brigada Anti-Estupefacientes, los famosos Estupas, a los que algunos teníamos especial temor). Recuerdo aun con indignación la permanencia durante un par de cursos de los grises en la Facultad de Derecho, una de sus aulas habilitada como cuartelillo permanente, y los elementos de la Brigada, vestidos de paisano, muchos día vigilando la entrada y salida de los alumnos que asistían frecuentemente a las clases de aquellos profesores no numerarios (verdadera cantera de luchadores antifranquistas) que se distinguían como más conflictivos. Por no mencionar a los elementos incontrolados de la extrema derecha que campaban a sus anchas por el campus universitario y que, con total impunidad, echaban una manita a los profesionales de la porra y la tortura. Ejemplos de la represión de la época (1975), que acuden claramente a mi memoria, son los obreros asesinados en Vitoria por una Policía desmelenada, y los dos militantes carlistas muertos en Montejurra bajo las balas de los pistoleros de extrema derecha, además de los últimos cinco fusilamientos de septiembre de ese año. De ambos episodios, así como de la actuación del sin par Tribunal de Orden Público, da cumplida cuenta el libro de Sartorius y Sabio.
Y mientras tanto, y así también lo recoge el libro, los pilares sobre los que se sustentaba en buena medida el régimen franquista hacían algo de agua. Algunos militares, a través de la UMD (Unión de Militares Demócratas), mandos de los tres cuerpos altamente cualificados que arriesgaron su vida y su carrera por reclamar la democracia; la Iglesia, no solo con prelados más comprometidos con la causa ciudadana (Tarancón, Jubany o Añoveros), también con sacerdotes de base que ponían a disposición de obreros y vecinos sus iglesias para reuniones, encierros o actos de protesta; los jueces que, en alguna medida con el nacimiento de "Jueces para la Democracia", rompían una exclusividad de adhesiones que afianzaban palmariamente la total falta de independencia judicial. Y el dinero, ¡ah, el dinero!..., no es nada curioso comprobar, y se dan prolijos datos en el libro, cómo el gran conglomerado financiero y capitalista, las grandes familias de Madrid, Barcelona y Bilbao, multiplicaron sin tapujos sus grandes beneficios económicos al amparo de un régimen que recompensó con creces su ayuda durante la Guerra Civil, para después permitir con la autarquía (monopolios y protección fiscal) y con el posterior desarrollismo (exclusividad en las licencias de importación, altos impuestos aduaneros) su expansión bancaria e industrial, casi siempre en situación de total oligopolio. Esos no cambiaron nada.
No deja de ser interesante el papel que jugaron durante la Transición las distintas potencias internacionales. A unos Estados Unidos, ya ligados al régimen franquista desde la vista de Eisenhower en 1959, con un sibilino Kissinger que, como Secretario de Estado con Nixon y Ford, fuerza la situación para apoyar las intenciones democráticas del Rey Juan Carlos a cambio de mantener el vergonzante status quo que suponía la permanencia de las bases americanas en suelo nacional (Rota, Morón, Torrejón, Zaragoza), se suceden las reacciones de los países europeos más importantes de nuestro entorno. Los franceses, a través de su entonces Presidente Giscard d´Estaing, autoproclamándose patrono y mecenas exclusivo en Europa de la opción de reforma política de Juan Carlos. Nombrando un embajador con hilo directo, y posibilidad de despacho inmediato (e influencia) con el Palacio de La Zarzuela. Su intención, recuperar los "tradicionales lazos de amistad franco-españoles", bien inclinada la balanza hacia el lado francés, por supuesto, mientras al mismo tiempo torpedeaba cualquier atisbo de consultas sobre la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea y, para rematar, hacía oídos sordos a las solicitudes españolas para colaborar en la lucha contra el terrorismo de ETA. Los alemanes, agrupados fundamentalmente en la figura del entonces Canciller, el socialdemócrata Willy Brandt, condujeron su política hacia una ayuda sin paliativos a las intenciones de reforma democrática del nuevo régimen y, al mismo tiempo, canalizaron una importantísima y muy oportuna ayuda económica al PSOE. Los ingleses, para finalizar, pragmáticos seguidores de la política de no intervención (tan funesta para la Segunda República Española), se limitaron a oficializar su apoyo al cambio y dejaron en manos de la sociedad civil, manifiestamente encauzada a través de los Trade Union, la ayuda financiera por medio de colectas públicas. Todos ellos, curiosamente, y en gran medida por lo que acontecía con la vecina Portugal y su Revolución de los Claveles, entonces en una clara deriva izquierdista, aconsejaron no legalizar al PCE hasta después de las primeras elecciones generales.
Culmina el libro con las secuencias relativas a la permanencia de Arias Navarro en el poder durante el primer gobierno de la monarquía. Continúa con un detallado seguimiento de las grandes movilizaciones obreras, estudiantiles y ciudadanas que se suceden en el país en los primeros meses de 1976 (solo en el primer trimestre de ese año se declararon 17.000 huelgas en toda la geografía nacional). Se pormenorizan los acontecimientos que llevaron a la caída de Arias en marzo de 1977 y a la aparición de la figura de Adolfo Suárez, la creación de su nuevo gobierno y, como puntos de interés, las distintas leyes de reforma que dieron pie a la creación del nuevo régimen democrático. La cumbre del relato se sucede con la legalización del PCE en abril de ese mismo año (a servidor le cogió tal acontecimiento en un cuartel de Logroño, buena papeleta) y, según sus autores, el antecedente claro que convence a Suárez de realizar tal movimiento, una vez que asiste al ejemplar comportamiento de los comunistas tras el asesinato de los 4 abogados laboralistas en la calle de Atocha en Madrid.
Las menciones a Cataluña y Euskadi son breves pero enjundiosas. La operación Tarradellas, habilmente manejada desde el Palacio de La Moncloa, para deshilvanar un nacionalismo catalán que podría, a la larga, crear problemas de estabilidad política. En Euskadi, ante la imposibilidad de plantear una operación similar a Cataluña (no se podía negociar con un gobierno vasco en el exilio y no reconocido), se optó por convencer a los representantes del PNV a su participación en la Platajunta, coordinadora nacional de la oposición democrática. La terrible sombra de ETA, además, planteaba incógnitas todavía lejos de solución.
La galería de personajes por las que se recrea el trabajo de Sartorius y Sabio es rico en detalles y matices de todo tipo. Desde un Franco despiadado y anclado en el más rancio absolutismo español decimonónico, desfilan un Arias claramente franquista (quizás el más sincero de todos los protagonistas), un Fraga falazmente reformista, Suárez, hábil y oportunista (el gran muñidor, en definitiva, del fracaso de la idea rupturista y del triunfo de la reforma), y un Rey Juan Carlos, atado a un sistema esclerótico al principio, más suelto después con Suárez, en todo caso, siempre extremadamente pendiente de salvar la Corona, aun intentando convencer a sus conciudadanos que su primer interés era la reinstauración democrática.
Libro, en definitiva, de gran interés para los que quieran, como es el caso, rememorar los acontecimientos vividos en su juventud. También para aquellos, mayores o menores, que tengan cierta inclinación por conocer nuestra historia más reciente. En todo caso, y esta es la lección más importante del libro (y la no disimulada intención de sus autores): frente a aquellos que postulan que la democracia fue un régimen concedido, como una especie de último favor que nos dejaran los prebostes del último franquismo (reformistas incluidos entre ellos), Sartorius y Sabio opinan y demuestran, y yo les sigo, que la democracia en gran medida se ganó en la calle, con la lucha de muchos y el sacrificio de la vida de unos cuantos.