JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ "LA VOLUNTAD"
El guía turístico se encuentra en el vértice de la esquina de la calle Misericordia con la del Maestro Victoria, enfrentado a un cartel metafísico que desde la fachada de una conocida librería recuerda los años -desde 1896 hasta 1902- en que el novelista Pío Baroja habitó en ese mismo lugar. Debe apuntarse que la placa metálica también menciona el hecho de haber publicado en esa época el novelista donostiarra sus primeras obras literarias. Inesperadamente algunos de los asistentes reclutados comienzan a dar signos de cierto sonambulismo y se apoyan sin recato contra la fachada opuesta, lo hacen justo en el momento en que éste mismo guía del que hablamos reseña el año de 1902, uno de los más importantes en la historia de la literatura española contemporánea. El tráfico humano -a esas horas de la mañana previas al aperitivo tan típicamente madrileño- es correoso y colorido. Un grupo muy numeroso de familias han acudido al reclamo de las fiestas navideñas. Clamores y emociones infantiles, bocinas -un tanto atenuadas por respeto a una alegría que se palpa en el ambiente-, junto a globos de gas de colores sintéticos, surcan un espacio cada vez más reducido para paseantes y curiosos, mientras varios miembros de la Policía Municipal, con sus uniformes azules de franjas amarillas refulgentes, intentan deducir el momento en que deberán intervenir para aliviar el caos existente. Desde los gigantescos altavoces de un cercano centro comercial una voz de mujer anuncia la inminente aparición de Sus Majestades. Las madres sacan pañuelos blanquísimos y restriegan las narices de sus pequeños que se resisten, en tanto los abuelos, algunos aun no han abierto la boca en toda la mañana, se ahorcan aun más fuerte con sus bufandas. Hace un frío de abismo.
El guía hablaba de ese año de 1902 como si se tratara de una revelación que él solo conociera, el año de la publicación de varias novelas que marcaron el arranque de la nueva narrativa española contemporánea, y lo hacía mencionando, la placa conmemorativa parecía obligarle a ello, el "Camino de perfección" de Baroja en primer lugar. Le siguieron, decía, "Amor y Pedagogía" de Miguel de Unamuno, "Sonata de Otoño" de Ramón del Valle-Inclán y finalizó con "La voluntad" de José Martínez Ruiz. En esas obras, continuaba argumentando, los autores citados intentan romper las pesadas cadenas del realismo que, desde la segunda mitad del siglo anterior, parecían atenazarles. Apuntó, tratando de conectar los hechos literarios con los meramente históricos, como el todavía muy reciente Desastre del 98, ayudó a crear un ambiente de denuncia de la decadencia secular española y de la necesidad -recuerdo que indicó "perentoria"- de una renovación en todos los órdenes de la vida y de la sociedad del momento. "Tienes que repetirme esas novelas que has dicho..., para que me las apunte, y a ver si leo alguna...". La que ahora habla se llama Clara, y se cree con el suficiente arrojo para irrumpir en el centro de la escena y de paso, como quien no quiere la cosa, hacer que el resto de los asistentes se fijen en el foulard de seda que estrena esa mañana. El guía solo tiene ojos para sus ojos de anaconda.
Lo más resaltable, lo más importante, continua el guía en su síntesis, es que esas novelas, algunas más que otras, suponen una ruptura total con el estilo predominante de los escritores entonces ya consagrados, los Galdós, los Pereda, los Varela, Campoamor... Y "La voluntad" de Martínez Ruiz es -todavía no ha empleado su alias artístico- es, como digo, quizás la más interesante entre todas ellas, la más atrevida, la más....¡cómo os diría..., la más excitante! Los ojos de Clara se sorprenden entonces con un rubor extraño de ágata.
A mitad de la ruta literaria, cuando los primeros síntomas del hambre empezaban a arañar los estómagos de la limitada concurrencia - tres mujeres entre los 35 y 40 años y una pareja de gays tatuados hasta las orejas- el guía hace un alto para invitarles a un bocado y así descansar un rato. Aprovecha entonces para hablar de las influencias literarias y filosóficas de los autores, que si el Arcipreste de Hita o Gonzalo de Berceo, del romancero del siglo XVI, de Juan de Timoneda. Que si Miguel de Montaigne y Ángel Ganivet para arriba o Kant, Schopenhauer y el positivismo de Auguste Comte para abajo -con estos últimos no comulga tanto un Valle-Inclán- que, como se encarga de apuntar el guía, va por libre como casi siempre. Cuando la camarera del local, una chiquita de grandes pómulos y cara de tortuga, les pregunta qué tapa prefieren con las bebidas, el guía aprovecha para contarles la anécdota del menú de la comida que Martínez Ruiz organiza ese mismo año de 1902 para homenajear a un Baroja que acaba de publicar su "Camino de perfección". "Cazuela de arroz con despoxos. Alcauciles rellenos. Terneruela apedreada con limón ceutí. Pescado cecial. Cordero asado. Frutas. Queso. Valdepeñas tasaxeño y brebaxe de las Indias". La sonrisa unánime de los asistente hace reflexionar a nuestro guía y le confirma que, de seguir así, conseguirá su último propósito.
Desde los altos de la calle Leganitos hasta el anchurón de la Plaza de España se adivina un hervor humano que todavía está por definir. Según van bajando los invitados del autor, aparecen nítidamente pequeñas banderolas blancas y amarillas que, ondeadas por un sinfín de manos, cambian con su agitación la línea de un horizonte antes inmóvil. El guía pregunta a un viejo que tiene pinta de enterao - han abundado siempre este tipo de ciudadanos en Madrid- y a lo que parece dizque la muchedumbre se ha congregado para rogar a San Ramón Nonato que Su Majestad la Reina para varón. "¡Que se llame como su padre, Felipe!"..., gritan unas chicas rubias, ¡"ca"!, se indignan otros -entre los cuales se encuentra una larga cuerda de soldados borrachos- "¡que se llame Froilán, como su primo"! El guía, que está a la que salta, con una sonora carcajada convoca a su alrededor la atención de sus amigos y les cuenta cómo el famoso padre Claret, preclaro hijo de la Religión, peregrinó a Roma con doce millones de reales en el bolsillo para convencer al Papa Pío Nono que promulgase una bula, privadísima eso sí, que permitiera a nuestra reina Isabel II tener relaciones extramatrimoniales. Nota como Clara se acerca a su lado y siente un siseo de gelatina en su espalda.
Nuestro guía protagonista camina con su séquito hacia los jardines del Templo de Debod (última parada de la ruta), ya dejada atrás la Plaza de España, y se encuentra tentado de liberarse del argumento del autor. Pero dejemos esta disyuntiva para más adelante mientras "La voluntad", dice, al igual que las otras obras citadas de ese año 1902, es una novela de aprendizaje donde Martínez Ruiz ha volcado, junto a su experiencia literaria anterior, el variado aprendizaje vital atesorado hasta entonces. La narración sin fábula, sin principio y sin final, hecha novela, contada a fragmentos porque lo más interesante es plasmar el instante mismo en que vive el personaje, aunque su situación sea imperfecta o anormal. Donde el argumento se va construyendo mientras discurre la acción de la obra, ausencia de la clásica materia narrativa, la del realismo y el naturalismo de nuestros mayores, porque normalmente en la vida no ocurre apenas nada digno de ser contado, tan solo si acaso el viaje iniciático del protagonista, muchas veces alter ego del que pretende con su huida una regeneración interior. Y mientras viaja, reflexiona y nos cuenta sus opiniones sobre la literatura, la filosofía, la Fe y la Religión, sus sensaciones sobre una Castilla, cada vez más despoblada de gente y de emoción, trasunto de un país enfermo, anclado en una educación retrógrada, fruto de un pasado levítico.
El guía ha propuesto a Clara un corto viaje hasta Toledo, aquella ciudad entonces mística que reivindicaron con su contínua presencia Azorín - se da por fín cumplida relación del alias del autor de la obra- , Baroja y Ramiro de Maeztu, antes Galdós, poco después Gregorio Marañón. Verán pasar desde los ventanales del tren el paisaje en movimiento de una parte de la llanura manchega, la más septentrional. Un cúmulo de colores que, según la hora en que lo hagan, cambiará del mortecino tono blancuzco de los sembrados yermos de maíz hasta el pardo, ya medio apagado al atardecer, de los tomillares, y es que ha nevado la noche anterior. Los trenes, a pesar del mal tiempo repletos de turistas, salen desde la estación Atocha y llegan puntuales hasta el hermoso edificio neomudejar de Toledo y allí, entre antiguas paredes que asemejan miles de onzas de chocolate a punto de perder el equilibrio, cogen un coche de punto para llegar hasta la Plaza de Zocodover. Suben caminando hasta la calle de la Plata y cerca de un mirador alquilan un cuarto por horas. El guía, sorprendido por la palidez cadavérica de Clara no resiste la tentación y dulcemente le recita un verso de Juan Ruíz: "Así estades fija, viuda et mancebilla / Sola y sin compannero, como tortolilla / Deso creo que estades amariella et magrilla". Ella sonríe, extiende sus brazos alrededor del cuello del guía y aprieta los anillos: "Cámbiame tú la color, si puedes".