31 jul 2019
24 jul 2019
VIAJE A VALENCIA
KING CRIMSON "ISLANDS"
Así que extraigo el álbum "Islands" (Polydor Rcds, RE 1977) de su funda y lo primero que llama mi atención es la fotografía de la portada, la nebulosa Triffid en la órbita blaugrana de Júpiter, planeta adscrito al signo zodiacal de Sagitario, para después sopesar un libreto en el que se ilustran los perfiles coloreados de unas islas junto a las letras de las canciones y los nombres de los músicos participantes en la grabación. La mejor sorpresa ocurre comprobando la presencia de Peter Sinfield, junto a Robert Fripp el motor ideológico de la banda King Crimson, sus textos conforman (como lo hicieron en los anteriores trabajos) uno de los atractivos más poderosos de esta obra. Junto a Sinfield, que aparece aquí por última vez como miembro oficioso de la banda, nos encontramos al ya veterano en la formación Mel Collins a los vientos, Boz Burrell al bajo e Ian Wallace (recomendado por Keith Emerson tras la salida de Andy McCulloch) a la batería y percusión. Entre los artistas invitados algunos ya conocidos de anteriores obras, Keith Tippet al piano, sección de cuerda a cargo de Robin y Harry Miller, vientos Mark Charing y Paulina Lucas como soprano. La crítica habla de este disco como una transición entre sus tres primeras obras de estudio ("In The Court Of The Crimson King", "In The Wake Of Poseydon" y "Lizards") y la trilogía justamente anterior a la primera disolución del grupo ("Lark´s Tongue In Aspic", "Starless And Bible Black" y "Red"). Esta misma crítica le otorga un carácter de obra inconclusa, algo menor, de un ambiente jazzy-prog, alejada un tanto de la explosividad de la primera etapa y de la profunda deriva que le siguió.
Desde que regresé a casa la existencia se ha convertido en una fiesta. Recuperé el trabajo atrasado y muy pronto la música se ocupó de mantener alerta un cerebro que exigía actividad a destajo. No me costó tampoco regresar a la lectura de Álvaro Cunqueiro, su prosa culta, casi arcaizante, el amplio conocimiento de los orígenes mitológicos y paganos europeos del autor, me convencieron de la oportunidad de compartir la experiencia de un viajero que relata públicamente su aventura. El mar bañaba las orillas de las islas griegas, también de otras costas mediterráneas, ligaba sus sugerentes imágenes con las de aquellos días pasados en Oliva, jornadas que dejaron una huella de bochorno y luz de yunque. Apunté en el cuaderno de notas: "Islands", K.C. Relación de los días pasados en Oliva. Incluir grabación de Varete".
De tal apodo responde Álvaro Domínguez Francia, segunda generación del guru, su padre me enseñó las dos primeras estrofas del "She Came In Through The Bathroom Window", a pronunciar correctamente el geigei del Cale de Oklahoma City, una primera edición del "At The Fillmore East" de la Allman junto a su equipo Vieta, compusimos un blues al río Tajo en una noche mágica junto a los cigarrales de Toledo. Su madre me habló de cómo disimular el frío en una Soria muy anterior a la de Gabinete Caligari, pero Varete se aplica en seguir su camino como músico. Así le conocí en el concierto de presentación de Monteverde, banda que compartía con Miguel Echenique (también amigo), que ofrecieron en la sala Moby Dick de Madrid hace casi tres años. Ahora les escucho con su nueva formación, Perro Cadáver, sus compañeros, Carlos Ceniza "Ceni" y Joel Márquez tienen apodos y apellidos de músicos de jazz, compartí con el padre de Varete muchas tardes en Las Ventas, por todo eso lo menciono aquí.
En la pantalla que youtube ofrece de sus dos composiciones más recientes, "Sex On The Bus" y "Shiny", aparecen los miembros de Perro Cadáver en un desguace de coches, una portada en la que se agradece el ambiente ochentero del Saura de "Deprisa, deprisa", clásica y bizarra, alejada de cosas raras à la mode. Una pegatina visible reza "LOWRIDER FUZZ", pretendiendo con ello facilitar al oyente el tipo de sonido que les espera. La estructura de ambos temas es parecida, una primera parte guitarrera, en un estilo de Link Wray con tono twang surfero, que posteriormente se deconstruye en un desbarre fuzz de bar de gasolinera. Allí es donde crecen, en la ambivalencia de unos ácidos Chet Atkins, Bobby Fuller y Dick Dale chocando contra un atractivo muro noise, escuela Seattle. En "Shiny" hay además una voz femenina que atempera una tormenta que se entrevé perfecta. La voz de Varete está modulada por la pasión del converso, "Ceni" y Joel tocan como barreneros entre colmenas de abejas.
La casa en Oliva, un chalet de dos pisos en el que se incluían tres terrazas (una de ellas situada en la azotea), era muy agradable vista desde el exterior, adoptaba el estilo de una arquitectura moderna de chill-out blanco rodeada de grandes cristaleras transparentes; la acompañaba una hilera de palmeras estilo Ocean Drive y una refrescante y coqueta piscina con cenefas romanas situada en el centro de la urbanización. En su interior lo más sugerente eran los rayos de un sol perenne que luchaba por entrar golpeando; el exterior me mantuvo estúpidamente atado a las piernas de una golfista que todas las mañanas daba bolas en el campo de golf próximo. En la lejanía el paisaje mostraba una línea continuada de montañas bajas, se admiraba al observarla un tono pardo de bajo vientre entre sus faldas, la cubría un resplandor de calima que interpretaba la visión hacia una composición tipo Mark Rothko. Congeniamos con unos vecinos a los que seguramente no volvamos a ver.
Va buscando el oyente una sensación de sal pegada a la piel, el tacto de aguas tibias, de mar brillante, cielo abierto y tierra pedregosa, también de hileras de olivos y naranjos, sombras protectoras ante un sol de cal abrasante. Todos los temas del "Islands", a excepción del "Prelude: Song Of The Gulls", funcionan mejor envueltos en un constante flujo de bajamar y pleamar. Ocurre la primera en los textos, la segunda en los momentos de ruptura instrumental. En "Formentera Lady" el texto mezcla referencias de la literatura greco-latina con lírica de subida entonación hippie (Sinfield se inspira en una previa estancia en la isla), la instrumentación de Collins, junto a los efectos de sonido de Sinfield, anuncian la inmediata presencia de un fuerte remolino, la voz soprano de Paulina Lucas otorga encanto al entorno. La pleamar se manifiesta en la siguiente pieza, "Sailor´s Tale", instrumental en el que brilla poderosamente el saxo desbocado de Collins, Fripp combina aquí espléndidamente el melotrón y la guitarra. Cierra la cara A "The Letters". Hay comedia de paz en un texto que habla quietamente, la instrumentación trágica, se despeña entre las rocas para acabar hecha trizas. Tema cuyo origen se encuentra en el "Why Don´t You Just Drop In" de Giles Giles & Fripp ("The Brondesbury Tapes (1968)", RE Vinyl Lovers, 2009). Merece desde luego comparar ambas versiones, más delicada esta última sin por ello perder intensidad interpretativa.
La playa era el mejor refugio, el agua estaba a veces sucia con plásticos, se mostraba otras veces amplia y llena de diamantes de luz; en las dunas circundantes anidaban los chorlitejos patinegros, es la hora de la culebra, busca la sombra y el frescor de los grifos abandonados. Allí compartía mis cervezas con la familia, salvé a uno de mis nietos de un buen apuro entre el oleaje del Arenal de Jávea. La carretera hasta Denia y Oliva, bordeando el prodigioso Montgó, supone una magnífica oportunidad para revivir las rutas de Jackson Browne y Ry Cooder. El primer tomo de "La Trilogía Cósmica" de C.S. Lewis mantuvo el nivel de irrealidad y fantasía durante los períodos de reposo. Lamenté no poder coincidir con varios amigos desperdigados en aquellos días por la zona.
Hubo además un reencuentro con la terreta, conducía entonces rememorando aquellos años pasados en los que la ciudad de Valencia se convirtió en residencia casi habitual. Como auto-homenaje me premié con un trayecto por la antigua N-III, desde Minglanilla hasta Honrubia, ya de vuelta a casa. La carretera se conserva en regular estado de conservación, es patente una sensación universal de abandono, de olvido. Aunque la naturaleza de la zona apenas ha cambiado, las ruinas se han posado en varios de sus tramos, la antigua parada de autobuses de Auto-Res regala al espectador un inesperado escenario zombi. En los pueblos más importantes del itinerario se mantienen abiertas las tiendas que ofrecen al viajero sus productos autóctonos a precio de truck-drivin´man. Tan solo unos pocos camiones y vehículos transitaban por ella. Pero lo más extraordinario ocurrió días después, el ordenador portátil se empeñó en pasar a mejor vida mientras el segundo plato del equipo, enfermo postrado durante muchos meses, comenzó de nuevo a girar.
En la cara B, "Ladies Of The Road", una composición donde la recitación de los textos, a veces melódica, otras plena de lagartos, es escabrosa, queda esta perfectamente conjuntada con una sección instrumental donde brillan la sección rítmica de un Boz Burrell (Fripp lo escoge como bajista, forzado en poco tiempo a aprender el repertorio de la banda tras la salida de Gordon Haskell) y Wallace, además de un estridente saxo de Collins. "Prelude: Song Of The Gulls", pieza derivada de la "Suite Nº1" de Giles Giles & Fripp ("The Cheerful Insanation Of...", Tapestry Rcds, RE 2007), se nos muestra en clave de quinteto clásico recreándose en una interpretación de corte académico. "Islands" es donde Keith Tippet da el do de pecho, su piano sobrevuela entre textos que inciden en la quietud interior como mantra salvador, la música acerca al oyente hacia los atractivos abismos del polvo en suspensión. Continúan unos largos minutos de silencio, de improviso se escuchan voces y arreglos de instrumentos de cuerda, Fripp comenta algo relativo a la oportunidad de una segunda toma, suenan dos pitidos de alarma (en algunos momentos se deja oír el ruido de los convoyes en la cercana estación de Piccadilly). El disco es selectivo, ofrece no pocos de los momentos mayores de King Crimson, confirma también una majestuosa belleza, una sutil elegancia en el aguijón de su sonido.
A Varete y Miguel.
3 jul 2019
RELATOS IX: MARIPOSAS ENAMORADAS
La luz intermitente del semáforo continuaba golpeando la misma fachada de ladrillo caliente, un tranvía llamado deseo circulaba por un carril de única dirección, pero esa visión surgió ya de vuelta a casa, recién terminado el paseo fotográfico. Ocurrió poco antes, instalado frente al ordenador, a punto de quedarme descalzo y tantear con mis dedos las puntas de la crema de afeitar caídas en el suelo, cuando casualmente observé a la pareja de mariposas revoloteando en el jardín. El tórrido ambiente del inicio del verano no parecía influir en ellas, tampoco parecía existir mayor esfuerzo en sus desordenados lineales eléctricos, imaginaba a un camarero preparando un cóctel en el reducido espacio de un dedal de cristal.
El escenario del paseo coincidió con la nunca antes intentada aventura de descubrir el color a través de la abrasadora temperatura del inicio del verano. A veces la luz era sombra, la sombra luz, tampoco pretendía encontrar una senda a seguir. Me llamaron poderosamente la atención las trompetas trepadoras naranjas, los violetas de las lavandas, el blanco de las adelfas, el calor vibraba altísimo entre los colores, distorsionándolos a la vez que los hacía aun más transparentes. Seguí el rumbo caminando por varias calles ya conocidas, recordaba a cada paso otras fotografías anteriores, otras sensaciones parecidas, buscaba también los colores rosáceos de mi desaparecido árbol de Júpiter.
No quise resistirme a la tentación, los erráticos vuelos de los lepidópteros contra el fondo verde del jardín atrajeron la atención de mi abdomen calamita. Hacía tiempo que no salía a pasear después de comer, probablemente empezaba a echarlo en falta, y en contra de los consejos de mi mujer me dispuse a retomarlos un día de mucho calor. Propuse a mis seguidores ir en busca de un color blanco, no tenía elegido ni el objeto ni el matiz especial del tono. La primera foto que tomé fue la de un fondo de pared blanca interpuesto con la boca de un oscuro respiradero negro. Las impresiones acumuladas a lo largo del paseo se transformaban radicalmente en la mente de un fotógrafo que quería ser vencido. La sensación de enfrentarme ante tantos y distintos colores me produjo una grata desorientación, ni de lejos podía imaginar la aparición de esa paleta plena de distintas gamas. Para hacer aun más inverosímil la jornada (ya casi finalizando el recorrido) me topé con una familia de setas, preparaban la merienda a la sombra de un enorme pino, el césped aun húmedo por el efecto de los vasos comunicantes conservaba el ambiente idóneo para las comadres de Pierre-Auguste Renoir.
Pero la luz se tornaba a veces demasiado agresiva, incapaz de liberarse de su obsesiva fuerza cenital, de modo que intenté someterla al abrigo de unas sombras que hicieron bien en rechazar mis pretensiones de hacer faena. Con ese espíritu, sin ninguna suerte, las fotografías se sucedían de forma instantánea, las imágenes no pedían permiso, se imponían sin contemplaciones gracias a una fuerza desconocida que las desnudaba. Tan solo me imponía encuadrar adecuadamente la toma, esperar a que el pulso de mis manos se controlara y disparar a continuación. En una única fotografía conseguí acertar con la luz, se corría entre las ramas de un enorme abeto, arrimado al parterre de una rotonda, sus rayos humeaban dentro de una marmita de cobre nuevo. Doy fe aquí que ese fue el momento en que me encontré más inspirado, esa influencia instantánea me condujo en volandas hasta otra imagen posterior que bien podría haber sucedido en la esquina de cualquier campus universitario americano, una pared de ladrillo sostenía una ventana acompañada por una planta trepadora, al fondo los árboles cubrían un cielo que no había sido invitado al espectáculo.
Porque ya saben que yo andaba a la búsqueda del color blanco ideal, aquel que invocaba el vuelo de las mariposas enamoradas. Definitivamente la brisa sofocante del verano dejó en mi camiseta deformes goterones de sudor. Decidí entonces alejarme de un sol cuya luz seguía inexorable espulgando a la canalla (también desteñía variadas banderas sin escudo). Me cobijé bajo el paraguas de un arce japonés (de pesado color monetario), una sombra suficientemente amplia para aguardar la llegada de la última toma. Quedé además a cubierto de cualquier mirada indiscreta (por ejemplo, la de una pareja de la policía municipal que circulaba en su vehículo por la calle de enfrente). Disparé, pasaron al ralentí los uniformados, un perro de aguas se acercó al tronco para olisquearlo, evacuó y siguió su camino. Algo alejada, su dueña elevaba al cielo unos brazos de mazorca que pretendían recomponer un moño color carmesí.
Allí acabó el paseo fotográfico. Crucé por un paso de cebra que me condujo hasta una acera aun repleta de vecinos adormilados, desde una ventana abierta un hombre mayor regaba unos tiestos con flores. Ya en casa, me aposté frente a la pantalla del ordenador para ver las fotos y corregir la iluminación de varias de ellas. Según las iba observando tuve la sensación de no ser yo el que las iba mostrando, un personaje anónimo acometía esa labor. Miré hacia el reflejo de la ventana y vi un hombre vestido con esclavina y una gorra de los Nets en la cabeza. Aplaudía emocionado mientras exhibía una cuidada dentadura postiza. La probable moraleja del relato debería hablar de ese último color blanco como el ideal que anduve buscando.
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