Hacía mucho tiempo, no recordaba exactamente cuanto (o ignoro si este olvido se debía más bien a un nuevo quiebro de mis nervios destrozados), pero el caso es que a esa primera hora de una mañana nebulosa del mes de diciembre alguien introdujo una carta bajo la rendija de la puerta de mi apartamento. En el sobre de color pastel de huevo no aparecía escrito mi nombre ni dirección alguna, y en el reverso (algo que me sorprendió vivamente) un sello lacrado, a modo de los que se utilizaban en los dorados siglos pasados, cerraba la carta de forma enigmática. Intenté descifrar en el pegote cobrizo algún signo que me permitiera averiguar su procedencia pero no conseguí sacar mucho en claro. En lo que parecía ser un campo heráldico se vislumbraba una figura semejante a una cebolla , el bulbo y las vainas se extendían hacia la parte superior del campo formando una imagen que también podía manifestar indicios de ser una granada de artillería, hábilmente desmontada eso sí. Preferí la primera versión de la cebolla porque ya estaba cercana la hora del almuerzo y empezaba a sentir el desagradable y nunca satisfecho cosquilleo del hambre. Además recordé que mi difunta abuela me aconsejaba tomarla como antídoto contra una creciente sordera que, he de admitir, me tenía prácticamente aislado del mundo.
Llevaba varias semanas de pobreza energética por lo que me acerqué a la ventana para abrir y leer el contenido de la carta. Con cierta dificultad deduje un texto que parecía escrito por un niño de 4 ó 5 años a lo sumo. He sido profesor de Gramática en un Instituto Público hasta que me despidieron aduciendo alteraciones graves del comportamiento (mis compañeros de claustro comentaron que durante los recreos caminaba erráticamente, volteado y golpeando mi cabeza contra las paredes del patio) y se de lo que hablo. Las letras parecían recién salidas de una olla a presión, y aunque bastante desfiguradas en sus contornos aun se podía sacar de ellas alguna que otra frase. El texto, enmarcado en líneas deformadas por un pulso evidentemente infantil, indicaba una dirección: "Café Du Théâtre , 48 rue D´Orsel" y un sucinto mensaje a continuación: "Lá, Voues entendré tout. Au-dessous du timbre".
Siguiendo las instrucciones del texto me hice con una pequeña navaja y comencé a rascar cuidadosamente la superficie del sello. Pegado a su reverso apareció una moneda de 20 Francos de plata. La dirigí sin dudar a mi boca para darle un baño de vaho caliente y después la froté avidamente contra la solapa de mi desgastada bata de noche. La moneda refulgió como una aparición fantasmal y a continuación sentí el cosquilleo de un escalofrío metálico deslizándose por mi columna vertebral.
Recuerdo que cuando llegué al Café Du Théâtre estaba completamente empapado, aunque constaté que curiosamente no llovió durante toda esa mañana. Un sudor frío humedecía todos los poros de mi cuerpo haciendo que mi ropa pareciera extrañamente pegada a mi piel. Me acomodé al final de la barra, cerca de un pequeño escusado donde una rubia que me pareció bretona vendía prensa y tabaco y escupí con fuerza en el bol del suelo. El establecimiento estaba situado en el curso de una calle angosta cuya visión desde el exterior se hacía aun más tenebrosa por una niebla que no cejó en toda la jornada. Apenas un par de mesas, cercanas a amplios ventanales empañados por el vapor y el humo del tabaco, estaban ocupadas. Llamé al camarero con un gesto que aprendí en mis años de la Escuela Militar de Saint-Cyr, lanzando la moneda de plata de 20 Francos al aire para golpearla fuertemente contra la tarima de la barra antes de que cayera. Aludo a este detalle porque el mozo me miró entonces con un no disimulado desprecio antes de servirme un Pastis 51.
Advierto que lo que ocurrió a continuación puede ser fruto de un alucinamiento agudo producido por los numerosos meses de mala y escasa alimentación, además de una prolongada retención de líquidos corporales que, por un extraño motivo, acababan acumulándose monstruosamente bajo los párpados de mis amarillentos ojos. La impresión que deduje, no obstante, me llevó a pensar que por una razón todavía incomprensible me estaba recuperando de la atroz sordera a la que antes había aludido. No solamente oía con perfecta nitidez las conversaciones de los clientes sentados en las mesas, como si se estuvieran dirigiendo a mí precisamente, también sentía el tambor pesado de una niebla exterior que me hablaba de la próxima llegada de los primeros buquinistas para el almuerzo de las doce. En una de las mesas, la que se encontraba más alejada de mi observatorio, una mujer de cara de sapo respondía de mala manera a su compañera, increpándola por una deuda aun no satisfecha. En la otra, a medio camino del pasillo que conducía a los lavabos, un hombre maduro con semblante de avestruz argumentaba indignado con un joven, probablemente de su entera confianza: "¡Ah, no, o mozo en La Petite Tuteur o a Argelia a servir a Francia..!."
Cuando llegué de nuevo a mi domicilio, al cabo de dos largas horas en las que recorrí entusiasmado y sin descanso la margen derecha del Sena, desde Pont Neuf hasta la confluencia con el Boulevard Henry IV, poco me importaba la persistente niebla que parecía ahogar el bello paisaje de París. Me embargaba una plenitud que casi podría calificar de cercana al clímax sexual. El cúmulo de voces y palabras sueltas, frases recogidas de aquí y de allá, el ruido del tráfico rodado, junto al aleteo de las palomas y el sonido de las hojas revoloteando antes de caer a las aceras formaban una suerte de maravillosa sinfonía. La exaltación auditiva que gocé durante tantos días, después de la llegada de aquella carta y la posterior visita al Café Du Théâtre, me hizo sospechar no obstante de mi buena suerte.
Estoy obligado a afirmar que debía haber previsto las consecuencias de la tan extraordinaria como repentina recuperación de la sordera. Consecuencias no anticipadas que me llevaron al poco tiempo hasta el Hospital de La Salpêtrière, donde ahora me encuentro internado. El doctor Découragé, después de auscultarme durante una semana interminable, dictaminó una pérdida progresiva del resto sensorial de mi ya maltrecho organismo. Privación gradual de la vista, del olfato, del tacto y del gusto como compensación a un proceso auditivo exacerbado que alcanzaba niveles de hasta 250 db(A). Les reconoceré que desde entonces llevo puestas unas orejeras de termoplástico que aíslan mi capacidad auditiva hasta los 103 como máximo, y eso solamente durante 7 minutos diarios, ya que el resto de la jornada permanezco sedado con una mezcla letal de Xanax y metadona. Aun mantuve (en un momento de descuido del encargado de planta) la suficiente capacidad para escuchar nítidamente la conversación de unas enfermeras en la cafetería del Hospital, dos pisos más abajo: "El Sr. Perotti, el de habitación 121, será desconectado del monitor de signos vitales pasado mañana a las 12 y media. Pobre diablo, su suerte está echada". Comprenderán , después de lo escuchado, que no me encuentro últimamente de humor para nadie.