Para empezar debo confesarles que hay momentos en los que no estoy para músicas de ningún tipo. Suele esto ocurrir después de pasar muchas jornadas seguidas pegado a los platos, escuchando discos (procuro hacerlo sin utilizar los cascos, a la luz del día) o leyendo textos sobre artistas y grupos favoritos (a veces desconocidos), también brujuleando en la nube mientras busco nuevas referencias o asistiendo a subastas on-line para pujar sobre primeras ediciones o ejemplares descatalogados. Acontece entonces un hartazgo frecuente que me obliga a apagar el equipo durante un par de días, tres a lo sumo, tengo la extensión de la saciedad controlada. Esas fechas, que surgen inapelablemente en cualquier semana del mes, me sirven, después de aplicar la correspondiente purga y sangrado, para rememorar solo aquellas canciones que más me gustaron durante los días de vino y rosas; un saludable ejercicio de desintoxicación musical, en definitiva. Cierro entonces el quiosco y me dedico a planear actividades que algunas veces llevo a cabo, otras no; por ejemplo, no asistir a una performance etno-culinaria entre el Líbano y Sudamérica que programan en el Matadero de Madrid, o, esta vez, por fin, organizar un maratón fotográfico por los paseos y rincones más pintorescos del Parque del Retiro (ampliable hasta las esquinas más recónditas, allá donde suelen aparecer las esculturas y monumentos menos conocidos y más extravagantes).
En esas estaba cuando me decidí a comenzar la lectura del libro de Joserra Rodrigo, "Pasión No Es Palabra Cualquiera. Epifanías De Rock&Soul". Ocurrió en una noche de insomnio provocado y admito que lo dejé un par de horas después de haberlo iniciado (comprenderán ustedes mi solidaridad con la industria del reposo). Recuerden además que yo me encontraba en una situación de empacho musical, así que ya tenía planificada la ocupación completa para el día siguiente, una buena zambullida en "Los trabajos de Persiles y Sigismunda". El caso es que, ya muy cerca del amanecer, me despertó un rumor sordo y bastante más desagradable que el ruido del camión de la basura. Un barrendero municipal se servía de una suerte de trompa neumática para absorber y/o ahuyentar una buena porción de hojarasca desparramada por las aceras; labor a todas luces incomprensible, cuyo estrépito (he de decirlo para mayor escarnio del Concejal del ramo), se asemejaba a la más feroz trepanación cerebral. Justo lo que me hacía falta. Como ejercicio de legítima revancha decidí entonces permanecer parte de la jornada en paños menores y coger de nuevo el libro de Joserra. Cuando mi mujer llegó de su clase de gimnasia el gallo de la madrugada ya estaba en la cazuela y ahí seguía yo, felizmente enfrascado en su lectura. Ella me miró a continuación con ojos de fingido asombro y dijo aquello de: "que bien vives...", y no llegué a echar de menos aquel "¡será gañán...!" porque se que lo masculló por lo bajini.
El caso es que dejé al genial escritor complutense para mejor ocasión y en apenas tres días me ventilé el libro de Joserra, tal fue su poder de imantación. Sería injusto si no les hablara ahora de la sucesión de reflexiones que me fueron acompañando los días siguientes a la culminación de la obra. Para comenzar, el total acuerdo con el título del libro. Por un doble motivo, primero por la exactitud de su su significado semántico. El que no sea "pasión" una palabra cualquiera, y se asemeje a un estado de ofuscación sensorial que obnubila el temperamento del que lo padece, pienso que al autor Joserra Rodrigo le va como anillo al dedo (sin que él quiera, presumo felizmente, ni cura ni tratamiento conocido). Por otro lado, porque el título también remite a una canción del Graham Parker & The Rumour de "Squeezing Out Sparks" (Vertigo Rcds, 1979), disco y tema que han supuesto durante muchos años contento y regocijo del que suscribe, y eso me alegraba especialmente.
Pensamientos paralelos inciden en el hecho del viaje iniciático, una idea que, junto a la del eterno retorno, se empiezan a bosquejar y se complementan según se va avanzando en la lectura. El alumbramiento a su vida musical, a sus primeras experiencias como oyente, que Joserra sabe tan bien reflejar en sus tiempos de última infancia (y primera adolescencia), y que cierran el círculo vital con las numerosas salmodias que celebran la muerte de sus ya demasiados músicos admirados. Otrosí, las explícitas referencias al eterno femenino como fuerza inspiradora. Su madre, viuda y joven todavía, su darling companion Cristina, artistas como Joni Mitchell, Aretha Franklin, Amy Winehouse, las Vainica Doble o su novia Lucinda Williams, un almohadón sumergido en placenta que es precisamente lo contrario de lo que se supone que el género masculino debe representar, ser bizarro, desordenado, indolente y conquistador. Por eso, por estar en el otro platillo de la balanza, cobran tanto relieve en el libro los magníficos dibujos de Cayetana Álvarez, otra que tal pinta. Reflejan sensaciones anímicas, desleen los colores y extienden la luz y la sombra de los protagonistas, convencen a los cartógrafos incrédulos. Así que, ¡acabemos (enamorados bajo estos influjos lunares) de una vez!, Joserra escribe como un hombre pero siente como una mujer, llora a menudo, se emociona a flor de piel, en muchas ocasiones se nota el nudo en su garganta, las más de las veces no se limita a caminar por los pasillos laterales de las Iglesias, levita en la misma nave central, en trance de mística y de música.
Mientras todos esos extremos se trastocan Joserra va creciendo en un entorno natural que es, al mismo tiempo, paisaje geográfico y mental. El de calles que conoce y ama más que sobradamente (el Bilbao de los pequeños pisos y del hierro coqueto, su arruga bella previa a cierta gentrificación actual, el Londres alejado de las guías turísticas, espejo del music hall obrero...), el de aquellos horizontes ascendentes y medievales de la villa burgalesa de Frías y, no menos necesarios, aquellos paralelos al alma inacabable en su Portugal de retiro dorado.(¡Qué luces habrá visto allí para quererlo tanto...!, me pregunto). Le acompaña el panorama de un sur ibérico (escoltado siempre por su querido southern gang), que presiento de aire tan bien perfumado, sus viajes a la hermana Donosti, tan alejada de los tópicos futboleros y de las tontas rivalidades al uso, sus caídas por un Madrid cuyos actuales embajadores Javier y Amaia (a quienes tuve el gusto de conocer en el último concierto del admirado Moses Rubin, también protagonista de la obra), seguro que le recordarán cuarteles, exhalaciones ochenteras, sierras de antes, amigos de ahora. Y así es que el mapa mental de Joserra me lo imagino semejante al de un antiguo aventurero, un traficante de especias musicales, porque ama a demasiadas tierras para quedarse solo con una, culo inquieto.
De tal manera que sospecho que para Joserra la vida es una celebración religiosa sui generis, la música, lo que más ama, la banda sonora original, su gospel, su soul; los oficiantes y ministros, una variada cuerda de artistas cuyos registros cambian según sean sus credos. Se admiten discursos enfervorizados, nihilistas, agnósticos, ateos o ultramontanos (lástima, si así lo entendí, que trocara algunos de sus discos de Yes por otros tantos de Van Morrison), porque es de bobos negar a la vida todo lo que ella ofrece a sus feligreses; aquí los amigos, los que comparten epifanía, oraciones, coros, sudor, arrepentimiento y vuelta a la tentación y al pecado salvador. Quizás es por eso que la mayoría de personajes de raza negra (advierto que no he llegado a contarlos) sean los que se mueven entre las líneas del libro y, aunque así no lo fuera, me atrevo a afirmarlo porque es el soul, la necesidad de trascendencia, el polvo y el licor, la curación del alma dolorida, la victoria sobre la esclavitud, lo que prima entre gran parte de los músicos retratados entre sus páginas (y para esos menesteres, nadie como los afro-americanos). No busquen prog, tampoco punk, no esperen hardcore, nada de trash-metal,...¿qué es el doom o el stoner para Joserra?..., seguro que conoce estos últimos estilos musicales, y hasta puede que le encandilen, pero no lo suficiente como para ser incluidos ahora en las Tablas de la Ley.
Lo siento por ustedes, pero es mi obligación advertirles que deberán leer una cávila más antes de encontrarse liberados por el último punto y final. Tiene ésta que ver con el estilo literario, siempre importante en cualquier texto (si es que el autor pretende mantener la atención del probable lector). Joserra escribe como le da la gana, porque para eso es de Bilbao. Él lo llama, creo recordar, escritura automática; esto es, en esencia, un agolpamiento de palabras, de frases, de líneas y de párrafos que llegan a tener un sentido final porque Joserra se empeña y se esfuerza en ello. Nada mejor que intercalar adjetivos cercanos al habla coloquial, mencionar, por ejemplo, productos manufacturados, juguetes de la infancia, meriendas a la salida del colegio, plantones ante el escaparate de la tienda favorita de discos, faenas de muleta, días de lluvia, contactos y fotos backstage, barras de bar pegajosas, botellas tintineantes; cualquier recuerdo que no tenga visos de mera ocurrencia y, si así fuera, que posea la suficiente fuerza como para hacer de su lenguaje una marca propia de la casa (¡benditas POMs!). Más que lo que cuenta, me fascina cómo lo hace, un verdadero torrente de imágenes que mezcla colores, sabores, tactos, miradas. Sus palabras, cada vez que leo a Joserra Rodrigo desde los tiempos lejanos en que entré por primera vez en su blog (rockandrodri land), me suenan más a lo que José Bergamín llamaba música callada, la de dentro, la que me ha servido para aguantar estoicamente estos días de obligado ayuno y abstinencia.