HOME                     LINKS                       CONTACT                      

14 sept 2017

RELATOS III: ELOGIO DE LA ESTÁTUA



Le vieron dar un salto demasiado arriesgado para su edad, chocar al instante contra la barandilla verde de la entrada del Real Jardín Botánico, y a pesar de que ya venía herido de muerte, aguantar bien el tipo antes de caer al suelo. Nadie le encontró escondido tras el primer parapeto, un tronco de agave que se iba como él consumiendo, así qué su perseguidor más cercano probablemente pensó, igual se oculta en otro lugar más seguro, un espacio mayor donde pueda recuperarse. Se detuvo entonces en la mitad de una hilera de plátanos, le pareció ver después una puerta de entrada, aunque demasiado pequeña para que cupiera por ella (creyó que se encontraba justo a ras de una tierra brillante de guirnaldas), y sin embargo golpeó la madera con sus nudillos, pero no demasiado fuerte. Observó cómo las hormigas se multiplicaban por una alfombra lunar de cráteres semejantes a cabezas de alfileres. Yo le disparé entonces, lo reconozco, creí que así le ayudaría a terminar con una vida llena de excesos, también lo hice porque pensé que una vez desaparecido evitaría entrar en el laberinto.

Giró hacia la izquierda, en dirección a los recintos de los Invernaderos. Consideró entonces que era mejor andar zigzageando, esperando que los que le seguían el rastro se extraviaran en un simulacro de selva birmana, además los edificios de la calle se asemejaban a gigantescos esqueletos de yaks asiáticos. Click a la derecha y empecé a fotografiar. Les juro que no observé nada extraño, solo sentía el efecto pernicioso de tantos whiskys golpeándome las sienes. No, no debo narrar nada de lo acaecido en los Invernaderos. Apareció inesperadamente un vigilante que conducía un mini-moke con la rueda trasera deshinchada, y estuve a punto de advertírselo pero me miró feo. Decidí en ese momento cambiar el objetivo de la cámara fotográfica para compenetrarme mejor con un aire que clamaba más y más poesía caliente. Justo al llegar al estanque del Pabellón Villanueva él fugitivo quedó desconcertado al ver un ánade real batiendo sus alas. Nos vigilaba una formación de tiestos de color cobrizo y paja, entretanto las crestas de las tapias de la Cuesta de Moyano coincidían con una porción de cielo enjaulado y, sin saber porqué, le vinieron a la cabeza los recuerdos de aquel Madrid científico de finales del siglo XIX.

Y en tanto se acercaba a los cercados exteriores, el prófugo se equivocaba al pensar que no sería ese el siguiente lugar por el que le buscaran, bien sabía él que lo harían por todos lados, hasta clavarían sus bastones en las húmedas superficies de los nenúfares. Ya de antes conocía lo de su perseguidor, su historia, un funcionario amargado que había caído repetidas veces en el estiércol de las oficinas municipales, una hiena persiguiendo a un tigre, acechándole por un camino por el que siempre iba rezagado, sin apenas dar la cara. Y es por eso por lo que, a pesar de ver cercano su final, mascullaba su improbable huida, también su venganza. Pasaron entonces por su mente recuerdos estúpidos, instantes que creía haber desterrado hacía muchos años, la blanca sonrisa de lavadora de su primera mujer el día de su boda, aquella foto sosteniendo la torre de Pisa. Contempló un campo de calabazas y girasoles navegando entre una nube de polvo dorado. ¿Por qué no subir por aquel junco, llegar hasta ese último sol seco de las semillas, descolgarse entre los hilos de su peinado, oler la vainilla de sus crestas? No, no estaba para filigranas. Alguien creyó verle apoyado contra el tronco de un olmo centenario.

Yo prefería mantenerme a cierta distancia, le había descubierto cuando se arrastraba entre cuchillas vegetales y, entretanto,  me congratulaba en aparentar lo que no era, por ejemplo un turista alemán. Él se apoyó en un respaldo flexible, contra lo que creyó ser una trompa de elefante, y empezaron a llamar a su puerta tantos sueños de antes. Abrió la página del catálogo buscando un cuadro que se asemejase a lo que entonces empezaba a sentir, una necesidad de abandono, una rendición pero con condiciones, los bordes y el marco cubiertos de sombras acobardadas. Sobre el fondo del lienzo, casi al final de esa línea incierta en que se convierte la vida de un hombre, aparecía un resplandor de adoradores del color del trigo. Deduje que no me gustaría presenciar su próximo óbito, saber cómo se produciría, seguramente no sería igual al de los ahogados, con sus glaucos ojos abiertos, llenos de mares, o el de la perdiz cazada, con el buche lleno de pepitas. Sería como el de los acuchillados agonizando entre sucios contenedores de gasoil y orina vieja, o el del soldado cuyo semblante aparece lleno de intermitentes rasguños de alambres.

El primer disparo se incrustó en la mejilla derecha de la estatua, un picotazo de cuervo disecado llegó a mostrarse sobre una luz cegadora. No le di importancia a la carencia de cualquier gemido, me pareció entonces que la expresión del huido era reflejo de un alma ya exangüe. Me impuse un comportamiento acorde con la categoría de mi carnet profesional, las fotografías debían tan solo reflejar una serie de imágenes anodinas, un reportaje más, previo al comienzo del otoño. Además solo debía limitarme a algo tan sencillo como mantener la concentración, alguna de las tomas seguro que las seleccionarían como portada de las muchas revistas hype que se prodigaban al otro lado del Paseo del Prado. Aunque no era fácil, debía evitar caer en el enredo del laberinto. Sucesivos caminos cuadriculaban sus senderos, delineados por esquinas tan pronto lógicas como después fingidas, los jardines se multiplicaban en terrazas escalonadas, en los parterres se sucedían los ecos, los colores bailaban, el agua de los fontines emulaba los ojos metálicos de las palomas. Su pista me era, sin ser al principio consciente de ello, más fácil de seguir en la confusión que siguió; allí -me repetía- donde soy consciente que lo absurdo pudiera ocurrir, allí le encontraría. Me distrajo un destino caprichoso y seguí uno de los muchos senderos que se bifurcaban; dos mujeres jóvenes se presentaron de improviso arrastrando polvo de aire y nácar, caminaban hacia el origen de su vuelo. Por dos veces apreté el gatillo.

En los posteriores anales periodísticos de lo sucedido se manifestaron dos versiones distintas de un hecho que, para muchos observadores, venía a confirmar la perversidad de la existencia de los laberintos en los jardines botánicos. Unos comentaron contemplar una luz cegadora, como llamaradas de campos de flores y de plasma sanguíneo cayendo desde lianas transparentes, las más cercanas a un cielo cada vez más acerrojado a esas horas de la tarde. La otra versión parece que sirvió de entretenimiento, exclusivo y gratuito, a los espectadores de una cervecería próxima a la entrada de Velázquez del Museo del Prado. Un retén del Cuerpo de Bomberos, encaramado al último eslabón de una grúa articulada, extraía por la bocacha de la chimenea de ladrillo (la situada justo entre los dos Invernaderos), lo que parecía ser un largo poste telegráfico, empapado por una suerte de melaza de aspecto viscoso y color de azafrán. Los escasos testigos de ambas experiencias ni fueron misteriosamente perdiendo la cordura, ni dejaron tampoco de comportarse con la formalidad esperada. Todos ellos siguen de hecho leyendo la prensa diaria, también continúan malgastando sus horas frente a las emisiones de la única televisión oficial.

Era muy tarde cuando cerraron las puertas del Real Jardín Botánico y el vigilante del mini-moke, no encontrando nada anómalo en su última inspección, así lo atestiguaba firmando en el parte nocturno. Lo que sí es cierto es que, al poco tiempo de los acontecimientos narrados, se hablaba de un viejo fotógrafo ambulante que, además de retratar a los turistas que se acercaban a la entrada del recinto, ofrecía en un discreto aparte imágenes que él calificaba como "aptas solamente para almas inquietas". En una de ellas aparecía la fisonomía de un hombre cuya dura mirada se veía perdida en una vastedad de granito blanco, la sonrisa ligeramente arqueada en un labio de acero, las puntiagudas orejas como de fauno, el ápice de la nariz comida por una carcoma perenne. Una de sus manos sostenía un libro abierto y en la página derecha alguien había colocado una pegatina para ropa que decía: "No usar lejía o blanqueador".









1 sept 2017

EL ROCK Y LAS CIUDADES III: LOS ÁNGELES






RANDY NEWMAN                           "SAIL AWAY"
Tuve un sueño ayer noche y me levanté hacia las 5:26 de la madrugada para tomar unas cuantas notas. No fue el sueño legendario de Martin Luther King, ni tiene porqué coincidir con el título de una de las canciones del Lp de hoy. Fue simplemente que advertí que lo que soñaba tenía algún hilo conductor que me podría servir para devanar esta historia. Y el caso era que yo me encontraba en la piel de un Serafín Latón, versión americana (los lectores de Tintín sabrán de quien hablo), y decidía hacerme rico vendiendo seguros a todos los habitantes de Los Ángeles. Serafín diseccionó las distintas partes de la ciudad a través de Google Maps y paso a paso iba entrando en cada barrio, en cada casa ilusionado, para intentar firmar todas las pólizas posibles. No tardé en darme cuenta que, dada la inmensidad de la segunda urbe norteamericana, mi sueño quedaría condenado al fracaso, o a algo aún peor, al más espantoso de los ridículos. Decidí entonces volver a la cama y esperar acontecimientos, quizás un nuevo letargo me diera la clave para resolver una situación que se me iba de las manos.

Tardé en reconciliar el sueño y recuerdo que ya se colaba la primera claridad por las rendijas de la ventana de mi habitación cuando llegó una segunda llamarada. Una inmensa red de calles, edificios de todo tipo y arquitectura, interminables cruces con semáforos coordinados, arboledas, pequeños parques y jardines privados, autopistas de seis carriles, colinas y montes de vegetación meridional, extensiones sin aparente límite horizontal, ordenadas por cuadrículas y con un fondo de líneas doradas y verdes, moteles con piscinas de agua esmerilada y filas de hamacas alineadas al sol (siempre presente), destelleantes estaciones de servicio y patinadoras a lo largo de los paseos marítimos, antenas sin fin probable y enorme profusión de carteles publicitarios, playas paralelas a carreteras de circunvalación y malecones con pequeños parques de atracciones, restaurantes de todo tipo, zigzageantes ramblas cubiertas con cemento, miles, centenares de miles de coches circulando sin parar, el verdadero flujo sanguíneo de una ciudad sorprendente. Randy Newman me miraba desde las carátulas del "Little Criminals" o del "Trouble In Paradise", y me decía: "es de este Los Ángeles del que tienes que hablar, aunque el disco que te presento sea distinto".

La primera pista que me facilitó Randy fue la visión del vídeo, dividido en cinco partes, en el que personalmente presenta a los forasteros el Sunset Boulevard, quizás la calle más famosa de la ciudad angelina. Pero después de verlo (he de admitir que se trata de un magnífico reportaje), y de conocer, como creo pretender, el auténtico carácter del artista, yo me pregunto si esta es la verdadera imagen que mejor pueda representar a la ciudad por la que se mueve Serafín Latón. Y decido que no, que a pesar de los interesantes momentos en los que Randy nos habla de los orígenes geográficos de estas célebres 27 millas, de los estudios de grabación o de los conocidos clubes que jalonan su recorrido (The Mint, The Roxy, Troubadour, Whisky A Go Go...), del brillo de los cercanos Hollywood y Beverly Hills, de las exclusivas zonas de tiendas a lo largo de gran parte de su recorrido (donde aparecen los peatones como verdaderos protagonistas), de la leyenda del Sunset Strip o del restaurante al final ya de Pacific Palisades (donde manifiesta su felicidad mientras le colocan un babero de papel de estraza), yo pretendo hablar de otra cosa, de otra parte de la ciudad más convencional, más trivial si cabe.

He elegido entonces el vídeo de "I Love L.A.", tema que abre el "Trouble In Paradise" (Warner Bros, 1983), y me encuentro mucho más cómodo entonces, inmerso entre los párrafos y coros que Randy y el resto de protagonistas exhalan durante su interpretación. "...Century Boulevard (We love it) / Victory Boulevard (We love it) / Santa Monica Boulevard (We love it) / Sixth Street (We love it)...". Más que nada por esas referencias a la Sixth Street y a Century Boulevard..., es como si un barcelonés celebrara la belleza  de la Avenida de Madrid  y un madrileño sintiera lo mismo por la calle del General Ricardos o por el depósito de contenedores de Abroñigal en la M-30, un absurdo, un despropósito, una fina ironía que representa mucho mejor la personalidad mordaz de nuestro personaje de hoy. La exaltación de la falta de cultura milenaria (imposible de encontrar en una ciudad como Los Ángeles) y el reconocimiento de la vertiente vulgar como mejor representación de alma propia de sus habitantes, descolocados del fulgor de las zonas turísticas y felizmente alejados de los tópicos inherentes a una ciudad que queda desbordada por constantes imágenes y referencias musicales y cinematográficas.

Quede constancia que Serafín Latón no está del todo satisfecho con esta explicación, toda vez que le aleja de las zonas de mayor nivel adquisitivo de la ciudad. En su fuero interno sigue prefiriendo volver a la ruta inicial del Sunset Boulevard, partiendo del antiguo Elysian Park y de los terrenos que conforman el actual estadio de béisbol de los Dodgers, justo donde Ry Cooder pergeñara su fenomenal "Chávez Ravine" (nada que ver, actualmente, con los primitivos asentamientos llenos de deformes y pequeñas casas victorianas y polvorientos ranchos ovinos, extendiéndose hacia Figueroa y Arroyo Seco, antes de cruzar el río). Serafín insiste en que le permitan, por lo menos, introducirse en los mejores halls de los hoteles de Bel-Air, allí donde Randy y Bruce Springsteen se suelen ver cada vez que el Boss visita la ciudad o, por pedir que no quede, bajando hacia la costa, desviarse un tanto hacia el este y antes de llegar al Malibu de Joni Mitchell, bordear por el primer Topanga de Neil Young para subir hasta el Mullholland Drive de David Lynch y evocar, aunque sea figuradamente, los fantasmas famosos de un thriller que marcó época.

Importa, por aquello de mantener la seriedad del blog, comentar algo sobre Randy Newman a nivel personal. Nacido en el mismo Los Ángeles en noviembre de 1943, un "chico de la guerra", como se conoció a aquella generación, recuerda en una entrevista como la primera vez que vio a su padre a la vuelta del frente europeo, se abalanzó contra él propinándole varios golpes contra su fornido cuerpo, para terminar mordiéndole en los brazos. Una suerte de rechazo por ocupar un espacio que hasta entonces creía exclusivamente suyo. La familia Newman es oriunda de la comunidad judía de Ucrania y se instala entre Conneticut y Nueva York a principios del siglo XX, antes de mudarse definitivamente a la costa oeste en los albores de la década de los 20. Su madre, aunque procede de Brooklyn, se cría en Nueva Orleans y Randy pasará en esa ciudad los dos o tres primeros años de su vida, antes de que la familia se traslade definitivamente a la capital californiana. La influencia de la familia paterna marca a Randy a través de sus tíos Alfred, Lionel y Emil Newman, compositores ya de prestigio en la escena musical del Hollywood de la época, consagrando al primero como flamante Director Artístico de la Twentieth Century-Fox. La de su madre le abre los ojos sobre una América profundamente segregada entre blancos y negros, también lo hará sobre su rica cultura musical indígena, dándole a conocer el mejor sonido dixie, blues, gospel y la variante ragtime. Un conglomerado de estilos que confluyen en un joven Randall Stuart Newman ya estudiante en el Departamento de Música de la UCLA.

Pero es Lenny Waronker, su vecino y compañero en el Beverly High School, centro escolar localizado en el sureste de la ciudad (zona que, desde el final de la II Guerra Mundial, se expande rápidamente hasta los muelles de Santa Mónica y que constituye, junto a la vecina Venice de The Doors, el inicio de un nuevo concepto metropolitano de pequeñas conurbaciones que, ganando metros al mar, acaban agrupadas dentro de una gigantesca ciudad devoradora) el que mejor congenia con nuestro personaje. Lenny conoce de primera mano las primeras frustaciones de su mejor amigo, sus problemas con la vista (que le llevan a someterse a varias operaciones quirúrgicas, algunas de ellas fallidas), sus problemas familiares, su consentida exclusión de los campus deportivos, el retraimiento y dedicación obsesiva a la lectura y la atormentada timidez frente al sexo opuesto. También conoce su pasión por la música y esa querencia le viene de perlas porque Lenny es hijo de Simon Waronker, fundador y presidente del sello Liberty Records.

En Septiembre de 1967 Lenny Waronker (entonces uno de los ejecutivos de la Dirección de Publicidad de la Warner Bros) consigue que Randy firme su primer contrato discográfico con el sello subsidiario Reprise. Lenny ejerce las labores de co-productor junto a Russ Titleman en los primeros trabajos de Randy Newman, "Randy Newman (Creates Something New Under The Sun)", 1968, "12 Songs", 1970, "Randy Newman Live", 1971 y en su primera incursión en bandas sonoras cinematográficas, "Cold Turkey" (Norman Lear, 1971). Su gestión en el negocio musical viene ya de antes avalada por la producción, en el sello independiente Autumn, de bandas como The Tikis, The Beau Brummels o The Mojo Men, también por los fichajes de talentos como Leon Russell y Van Dyke Parks. Los méritos preliminares de Randy no se quedan atrás. Compositor de talento durante gran parte de los 60 para estrellas como Petula Clark, Irma Thomas, Dusty Springfield, Jackie DeShannon o Gene Pitney, miembro de los mencionados The Tikis que, al poco tiempo, se transformarán en Harpers Bizarre. El "Nilsson Sings Newman" de Harry Nilsson (RCA Victor, 1970) hace que el conocimiento de Randy por la audiencia suba un nuevo peldaño. Las versiones que numerosas luminarias han hecho de sus "I Think It´s Going To Rain Today" y del "Mama Told Me Not To Come" (magnífica la de Three Dog Night) ponen a nuestro protagonista en el disparadero del próximo éxito.


Pero este no llega, en ninguno de sus álbumes de estudio, aunque las ventas mejoran con el disco en vivo, tampoco en este "Sail Away" de 1972 (tan solo alcanza un miserable puesto 163 en el listado del Billboard de la época). Y es una lástima porque para la crítica de entonces nos encontramos ante el trabajo más maduro del artista hasta la fecha. Merece la pena un repaso breve de esta pequeña joya de apenas 30 minutos de duración. Abre la cara A su homónimo "Sail Away", una austera balada que, ayudada por un hermoso arreglo de cuerdas, epitomiza en su texto al más caústico Newman. "Lonely At The Top", la instrumentación predominante de la sección de vientos, protagoniza un ambiente donde brillan los escenarios del lejano Broadway. En "He Gives Us All His Love", la base rítmica del teclado sostiene un fondo orquestal de límpida sencillez. "Last Night I Had A Dream" conjuga el protagonismo del piano con unos suaves riffs de guitarra (Ry Cooder) para crear, al cabo, una potente y elegante melodía rock. "Simon Smith And The Amazing Dancing Bear", tema que ya interpretaron en su primera época de Harpers Bizarre, tiene ese regusto ragtime, la interpretación al piano de Randy alcanza aquí cotas de cantina del mejor Far West. "Old Man" (aparece la imagen del padre moribundo, aunque el autor lo negara en múltiples ocasiones) sabe a nana fúnebre, un dulce arreglo de cuerda surge de las líneas posteriores para otorgar a la pieza un tono de himno.

La cara B comienza con "Political Science" y el artista retoma el ambiente del sonido teatralizado, del escenario de variedades donde la atmósfera creada es tan importante como el texto. "Burn On", basada en un hecho real, el incendio del río Cuyahoga en Cleveland causado por su altísima contaminación. La orquestación de la pieza, al igual que la del "Sail Away", a cargo de su tío Emil Newman, aporta con sus secciones de viento y cuerda una mayor riqueza cromática. Es "Memo To My Son" el tema donde el ritmo del piano de Randy se hace más patente, al ser el único instrumento utilizado, su sonido se sumerge en mayores profundidades consiguiendo un tono aletargador. En "Dayton Ohio" viene a ocurrir lo mismo, aquí el ritmo es más pausado, los colores entristecidos de la voz de Randy sobrevuelan la canción y la hacen más sencilla, más ligera. "You Can Leave Your Hat On", el tema más conocido del álbum (interpretado en su día magistralmente por un Joe Cocker en perfecto estado de sobriedad), transita por puntadas al piano y sedosos rasgeos de guitarra. Su esqueleto final queda tan desnudo como la protagonista femenina, fuera de todo adorno innecesario. Cierra el disco el "God´s Song (That´s Why I Love Mankind)", una pieza con atmósfera tintada de blues que representa un diálogo entre el hombre y su supuesta divinidad creadora. La imposibilidad del entendimiento reflejada en el texto queda visible en la melodía, la coda final parece sacar de su sopor a los últimos noctámbulos. 

A pesar de la indudable calidad de sus primeros trabajos, será este "Sail Away" de 1972 el que marcará el inicio del despegue, eso sí, lento, de la carrera musical de Randy Newman. El mensaje en sus canciones, auténticas historias repletas de personajes llenos de caústico humor, de mordacidad oscura y plena de doble lectura, iba dirigida a una audiencia pretendidamente vacunada contra la futilidad de una existencia sin sentido aparente. Muchos de esos oyentes, incómodos por una lírica demasiado atrevida, le darán la espalda en muchas ocasiones. Salvo para una fiel y minoritaria base de seguidores, no será hasta su incursión como compositor de bandas sonoras, sus títulos son de sobra conocidos, cuando la fama, el dinero y el reconocimiento llamen definitivamente a su puerta. Además de los numerosos premios conseguidos en la industria cinematográfica, no será hasta el 2000 cuando se le conceda el Billboard Century Award de ese año y, ya en 2002, su nombre se incorpore al Music Hall of Fame. Demasiado tarde, como casi siempre ocurre, aunque su legado no cabe duda que está asegurado. Los más pequeños seguidores de "Toy Story", "Cars", "A Bug´s Life" o "Monsters" ya se encargaron de ello, y continúan haciéndolo.