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28 dic 2017

AYUNO Y ABSTINENCIA






JOSERRA RODRIGO         "PASIÓN NO ES PALABRA CUALQUIERA"
Para empezar debo confesarles que hay momentos en los que no estoy para músicas de ningún tipo. Suele esto ocurrir después de pasar muchas jornadas seguidas pegado a los platos, escuchando discos (procuro hacerlo sin utilizar los cascos, a la luz del día) o leyendo textos sobre artistas y grupos favoritos (a veces desconocidos), también brujuleando en la nube mientras busco nuevas referencias o asistiendo a subastas on-line para pujar sobre primeras ediciones o ejemplares descatalogados. Acontece entonces un hartazgo frecuente que me obliga a apagar el equipo durante un par de días, tres a lo sumo, tengo la extensión de la saciedad controlada. Esas fechas, que surgen inapelablemente en cualquier semana del mes, me sirven, después de aplicar la correspondiente purga y sangrado, para rememorar solo aquellas canciones que más me gustaron durante los días de vino y rosas; un saludable ejercicio de desintoxicación musical, en definitiva. Cierro entonces el quiosco y me dedico a planear actividades que algunas veces llevo a cabo, otras no; por ejemplo, no asistir a una performance etno-culinaria entre el Líbano y Sudamérica que programan en el Matadero de Madrid, o, esta vez, por fin, organizar un maratón fotográfico por los paseos y rincones más pintorescos del Parque del Retiro (ampliable hasta las esquinas más recónditas, allá donde suelen aparecer las esculturas y monumentos menos conocidos y más extravagantes).

En esas estaba cuando me decidí a comenzar la lectura del libro de Joserra Rodrigo, "Pasión No Es Palabra Cualquiera. Epifanías De Rock&Soul". Ocurrió en una noche de insomnio provocado y admito que lo dejé un par de horas después de haberlo iniciado (comprenderán ustedes mi solidaridad con la industria del reposo). Recuerden además que yo me encontraba en una situación de empacho musical, así que ya tenía planificada la ocupación completa para el día siguiente, una buena zambullida en "Los trabajos de Persiles y Sigismunda". El caso es que, ya muy cerca del amanecer, me despertó un rumor sordo y bastante más desagradable que el ruido del camión de la basura. Un barrendero municipal se servía de una suerte de trompa neumática para absorber y/o ahuyentar una buena porción de hojarasca desparramada por las aceras; labor a todas luces incomprensible, cuyo estrépito (he de decirlo para mayor escarnio del Concejal del ramo), se asemejaba a la más feroz trepanación cerebral. Justo lo que me hacía falta. Como ejercicio de legítima revancha decidí entonces permanecer parte de la jornada en paños menores y coger de nuevo el libro de Joserra. Cuando mi mujer llegó de su clase de gimnasia el gallo de la madrugada ya estaba en la cazuela y ahí seguía yo, felizmente enfrascado en su lectura. Ella me miró a continuación con ojos de fingido asombro y dijo aquello de: "que bien vives...", y no llegué a echar de menos aquel "¡será gañán...!" porque se que lo masculló por lo bajini.

El caso es que dejé al genial escritor complutense para mejor ocasión y en apenas tres días me ventilé el libro de Joserra, tal fue su poder de imantación. Sería injusto si no les hablara ahora de la sucesión de reflexiones que me fueron acompañando los días siguientes a la culminación de la obra. Para comenzar, el total acuerdo con el título del libro. Por un doble motivo, primero por la exactitud de su su significado semántico. El que no sea "pasión" una palabra cualquiera, y se asemeje a un estado de ofuscación sensorial que obnubila el temperamento del que lo padece, pienso que al autor Joserra Rodrigo le va como anillo al dedo (sin que él quiera, presumo felizmente, ni cura ni tratamiento conocido). Por otro lado, porque el título también remite a una canción del Graham Parker & The Rumour de "Squeezing Out Sparks" (Vertigo Rcds, 1979), disco y tema que han supuesto durante muchos años contento y regocijo del que suscribe, y eso me alegraba especialmente. 


Pensamientos paralelos inciden en el hecho del viaje iniciático, una idea que, junto a la del eterno retorno, se empiezan a bosquejar y se complementan según se va avanzando en la lectura. El alumbramiento a su vida musical, a sus primeras experiencias como oyente, que Joserra sabe tan bien reflejar en sus tiempos de última infancia (y primera adolescencia), y que cierran el círculo vital con las numerosas salmodias que celebran la muerte de sus ya demasiados músicos admirados. Otrosí, las explícitas referencias al eterno femenino como fuerza inspiradora. Su madre, viuda y joven todavía, su darling companion Cristina, artistas como Joni Mitchell, Aretha Franklin, Amy Winehouse, las Vainica Doble o su novia Lucinda Williams, un almohadón sumergido en placenta que es precisamente lo contrario de lo que se supone que el género masculino debe representar, ser bizarro, desordenado, indolente y conquistador. Por eso, por estar en el otro platillo de la balanza, cobran tanto relieve en el libro los magníficos dibujos de Cayetana Álvarez, otra que tal pinta. Reflejan sensaciones anímicas, desleen los colores y extienden la luz y la sombra de los protagonistas, convencen a los cartógrafos incrédulos. Así que, ¡acabemos (enamorados bajo estos influjos lunares) de una vez!, Joserra escribe como un hombre pero siente como una mujer, llora a menudo, se emociona a flor de piel, en muchas ocasiones se nota el nudo en su garganta, las más de las veces no se limita a caminar por los pasillos laterales de las Iglesias, levita en la misma nave central, en trance de mística y de música.

Mientras todos esos extremos se trastocan Joserra va creciendo en un entorno natural que es, al mismo tiempo, paisaje geográfico y mental. El de calles que conoce y ama más que sobradamente (el Bilbao de los pequeños pisos y del hierro coqueto, su arruga bella previa a cierta gentrificación actual, el Londres alejado de las guías turísticas, espejo del music hall obrero...), el de aquellos horizontes ascendentes y medievales de la villa burgalesa de Frías y, no menos necesarios, aquellos paralelos al alma inacabable en su Portugal de retiro dorado.(¡Qué luces habrá visto allí para quererlo tanto...!, me pregunto). Le acompaña el panorama de un sur ibérico (escoltado siempre por su querido southern gang), que presiento de aire tan bien perfumado, sus viajes a la hermana Donosti, tan alejada de los tópicos futboleros y de las tontas rivalidades al uso, sus caídas por un Madrid cuyos actuales embajadores Javier y Amaia (a quienes tuve el gusto de conocer en el último concierto del admirado Moses Rubin, también protagonista de la obra), seguro que le recordarán cuarteles, exhalaciones ochenteras, sierras de antes, amigos de ahora. Y así es que el mapa mental de Joserra me lo imagino semejante al de un antiguo aventurero, un traficante de especias musicales, porque ama a demasiadas tierras para quedarse solo con una, culo inquieto. 

De tal manera que sospecho que para Joserra la vida es una celebración religiosa sui generis, la música, lo que más ama, la banda sonora original, su gospel, su soul; los oficiantes y ministros, una variada cuerda de artistas cuyos registros cambian según sean sus credos. Se admiten discursos enfervorizados, nihilistas, agnósticos, ateos o ultramontanos (lástima, si así lo entendí, que trocara algunos de sus discos de Yes por otros tantos de Van Morrison), porque es de bobos negar a la vida todo lo que ella ofrece a sus feligreses; aquí los amigos, los que comparten epifanía, oraciones, coros, sudor, arrepentimiento y vuelta a la tentación y al pecado salvador. Quizás es por eso que la mayoría de personajes de raza negra (advierto que no he llegado a contarlos) sean los que se mueven entre las líneas del libro y, aunque así no lo fuera, me atrevo a afirmarlo porque es el soul, la necesidad de trascendencia, el polvo y el licor, la curación del alma dolorida, la victoria sobre la esclavitud, lo que prima entre gran parte de los músicos retratados entre sus páginas (y para esos menesteres, nadie como los afro-americanos). No busquen prog, tampoco punk, no esperen hardcore, nada de trash-metal,...¿qué es el doom o el stoner para Joserra?..., seguro que conoce estos últimos estilos musicales, y hasta puede que le encandilen,  pero no lo suficiente como para ser incluidos ahora en las Tablas de la Ley.

Lo siento por ustedes, pero es mi obligación advertirles que deberán leer una cávila más antes de encontrarse liberados por el último punto y final. Tiene ésta que ver con el estilo literario, siempre importante en cualquier texto (si es que el autor pretende mantener la atención del probable lector). Joserra escribe como le da la gana, porque para eso es de Bilbao. Él lo llama, creo recordar, escritura automática; esto es, en esencia, un agolpamiento de palabras, de frases, de líneas y de párrafos que llegan a tener un sentido final porque Joserra se empeña y se esfuerza en ello. Nada mejor que intercalar adjetivos cercanos al habla coloquial, mencionar, por ejemplo, productos manufacturados, juguetes de la infancia, meriendas a la salida del colegio, plantones ante el escaparate de la tienda favorita de discos, faenas de muleta, días de lluvia, contactos y fotos backstage, barras de bar pegajosas, botellas tintineantes; cualquier recuerdo que no tenga visos de mera ocurrencia y, si así fuera, que posea la suficiente fuerza como para hacer de su lenguaje una marca propia de la casa (¡benditas POMs!). Más que lo que cuenta, me fascina cómo lo hace, un verdadero torrente de imágenes que mezcla colores, sabores, tactos, miradas. Sus palabras, cada vez que leo a Joserra Rodrigo desde los tiempos lejanos en que entré por primera vez en su blog (rockandrodri land), me suenan más a lo que José Bergamín llamaba música callada, la de dentro, la que me ha servido para aguantar estoicamente estos días de obligado ayuno y abstinencia.



14 dic 2017

EL ROCK Y LAS CIUDADES IV: SAN FRANCISCO





MOBY GRAPE                         "MOBY GRAPE"
A la ciudad de San Francisco se puede llegar desde distintos itinerarios pero (coincidirán conmigo algunas mentes inquietas) la mejor manera de hacerlo acaso sea la subterránea. Lo contrario supondría lo más convencional, esto es, coger la autopista 1 desde Los Ángeles hasta Santa Bárbara, con una pequeña escala en el Neptune´s Net de Malibú para tomar una copa de vino observando a los cientos de moteros que allí se concentran los fines de semana y, acto seguido, seguir recto hasta conectar por la 101 en dirección a Santa Bárbara. Seguro que otros viajeros (más amigos de lo alternativo) tomarían un Greyhound por 13$ desde Los Ángeles hasta Bakersfield por la 5 y, nada más pasar la reserva de Wind Wolves, se apearían antes de llegar a su destino. Allí, encarando alguno de los numerosos ranchos que rodean la pequeña ciudad por el oeste hacia Maricopa, quizá rememorarían la hermosa historia de amor de tres semanas entre Bea Franco y Sal Paradise ("En el camino", Jack Kerouac, 1957). Los cercanos campos de algodón y los viejos viñedos continúan dando una tonalidad campesina al paisaje, y si tuvieran suerte y pasara alguna camioneta por los caminos de tierra que circulan paralelos por la estatal 166 (siguiendo el curso occidental del río Cuyama hasta las primeras estribaciones de la Sierra Madre), el polvo levantado por las ruedas del vehículo les evocaría una fina exhalación de partículas doradas.

El segundo itinerario sumiría al viajero en el recuerdo de la expedición de Lewis & Clark, desde el sur de la actual Columbia Británica hasta el estado de Oregón, empezando el viaje desde la vertiente oriental del río Snake. Una vez allí, dejando la ciudad de Eugene a la derecha, bajaría por la US 395 hasta Lakewise y Reno en Nevada, para continuar por la Interestatal 80 hasta la bahía de San Francisco, cruzando por el puente de Oakland. Es una ruta de pinos verdes, flora amarillenta, tierra pajiza, cascadas de agua cristalina y cabañas de madera en su parte más elevada, bordeando los Parques Nacionales de Winema y Modoc. Los olores variarían desde un suave perfume, mezcla de quinina y betún, en las zonas altas de los bosques, hasta el incofundible aroma que exhumarían las grasientas manos de Guido al volante de su camioneta, bautizada para la posteridad como la "Jack´s Reno Garage". Nos encontramos ya en el Reno de John Huston ("Vidas Rebeldes", 1962) y en el del "Folsom Prison Blues" de Johnny Cash.

Jerry Garcia, en la época en que dirigía a The Warlocks, muestra a Jerry Miller, guitarrista principal de The Frantics, y compañero entonces del batería Don Stevenson, futuros miembros de Moby Grape, la manera subterránea de entrar en San Francisco. The Frantics habían actuado en algunos bares del área de San Francisco y, ante la falta de fondos económicos y nuevas fechas de actuaciones, se dirigían de vuelta hacia su Seattle natal. Hacen parada en el Inn Room de Belmont, justo a la mitad del cuerno occidental de la bahía, y asisten a una imprevista actuación de The Warlocks. Jerry Miller responde a una entrevista que Frank Goodman le hace en Junio de 2007 para su agencia, Puremusic. "Nos enrollamos con Jerry García, al que conocíamos por haberle visto con su banda en varios garitos de la zona, y le comentamos que nos volvíamos casa, a Seattle. Me dio la impresión que transmitíamos una sensación de derrota, de última oportunidad perdida y a punto de pedir prestados 10 pavos para llenar el depósito de gasolina de nuestro Chevrolet Corvair y largarnos del lugar. Jerry García nos dijo que no, que nos olvidáramos de volver a casa, no podíamos abandonar ahora, cuando DeeTee Suzuki pronosticaba la llegada definitiva del dragón. Él tuvo la culpa de que nos quedáramos en California y eso fue a finales del 64, principios del 65" -recuerda Miller-. Se instalan en el mismo Belmont, en la calle Ralston, en una casa victoriana en cuyo sótano se encuentra el Inn Ranch, un local donde las bandas de la zona, y también el embrión originario de los futuros Grateful Dead, ensayan y actúan en jams interminables. Neal Cassady frecuentaba entonces la misma casa.

Una noche de Enero de 1952, Jack Kerouac llamó a la puerta del 29 de Russell St., una pequeña propiedad situada en el centro del Russian Hills de San Francisco. El escritor explicó aquel encuentro en uno de los pasajes más conocidos de "En el camino". "Antes de que pudiera darme cuenta volví a ver, en medio de la noche, la legendaria ciudad de San Francisco. Corrí de inmediato en busca de Neal, [...], ardía en deseos de saber lo que tenía en mente y lo que ahora iba a suceder, porque ya no dejaba nada detrás de mí, porque había echado abajo todos mis puentes, [...], llamé a su puerta a las dos de la madrugada. Salió a abrirme completamente desnudo (habría hecho lo mismo aunque se hubiera tratado del mismísimo presidente Truman). -¡Jack! -exclamó con genuino pasmo-. No creí que de verdad fueras a hacerlo. Al fin vienes a mí". Russell St. está a tiro de piedra del eje dorado que forman las confluencias de la Avenida Columbus y de la calle Montgomery, nada que ver todavía con el ángulo de Haight-Ashbury, en un entorno que quedará, años más tarde, sometido a la gentrificación de los actuales Distrito Financiero y Embarcadero.

Recuerdo ahora a la hermosa Loretta Young de "El extraño" (Orson Wells, 1946) y a su hijo Peter Lewis, guitarra rítmica de Moby Grape. Una auténtica belleza de mirada de ojos de ágata que ya anunciaba, 20 años antes, el verdadero significado místico del Verano del Amor. En el Golden Gate Park, en su vertiente más húmeda y septentrional, en frente del Jardín Botánico, en el número 2400 de Fulton St., se encontraba la colosal casa victoriana que habitaron durante algún tiempo otra de las bandas legendarias del sonido de San Francisco, Jefferson Airplane. En el album recopilatorio "2400 Fulton Street" (RCA Rcds, 1987), hay un tema de Skip Spence, tercer guitarrista de Moby Grape, su maravilloso "My Best Friend", incluido en el "Surrealistic Pillow "(RCA, 1967). Su letra, de tan convencional no deja de ser premonitoria de su fatal destino: "Ah, you´re my best friend / And I love you so well / ´Till the end of time you won´t see me...". Alexander "Skip" Spence había llegado a San Francisco desde su Canadá natal a finales de los 50, y en el momento de ser reclutado en un club por Marty Balin, al considerarle simplemente como una buena imagen para ser batería del grupo, estaba realizando unas audiciones preliminares como guitarra rítmica de los Quicksilver Messenger Service. Su inoportuna escapada a Méjico, poco después de la grabación del "Jefferson Airplane Takes Off" (RCA, 1966), en el que contribuye con su " Blues From An Airplane", motiva su posterior salida de la banda.

Aparece entonces en escena un tal Matthew Katz, anterior mánager de la banda de Balin, Kantner & cia, un auténtico tiburón del negocio musical que, aprovechando la salida de Spence de los Airplane, le convence para dar a luz una nueva formación. Miller y Stevenson ya están en la línea de salida, su período post-García-Belmont ha cuajado convenientemente, además han incorporado a Bob Mosley al bajo, un tipo de San Diego que ya tenía sus buenas tablas hechas en Los Ángeles con bandas como Peter & The Wolves y la Joel Scott Hill. Solo falta la figura de Peter Lewis, el vástago de la mencionada actriz cinematográfica, también guitarrista y compositor en su banda The Cornells, y que se movía alrededor de la aristocracia de Hollywood, entre Clark Gable, padre de su hermanastra Judy Lewis, y la futura Linda McCartney (ninguna relación de parentesco con la Eastman Kodak, a pesar de llevar ese mismo apellido de soltera y ser también ella fotógrafa). Su primo hermano, Dave Lindley, miembro de unos Kaleidoscope que con sus obras "Side Trips" (Columbia, 1967) y "A Beacon From Mars" (Epic, 1968) confirmaban también la existencia de una pujante escena contracultural en Los Ángeles, se mueve asimismo en el entorno familiar de Lewis. Solo resta que Katz invite a los ejecutivos de los más importantes sellos a una serie de audiciones privadas en The Ark, una barcaza anclada en Sausalito y reconvertida en club de actuaciones en directo, y en el mítico Fillmore East, para que la gloria (y la posterior adversidad) de Moby Grape se materialice.

No nos llamemos a engaño, pero la ciudad de San Francisco era aun más fascinante cuando una tarde de Julio de 1955 Allen Ginsberg escribía en su apartamento de Montgomery St. los primeros versos de su épico "Aullido", una suerte de Odisea de los Nuevos Desterrados. "He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas / Arrastrándose por las calles de los negros al amanecer / En busca de un colérico pinchazo...". Su primera lectura pública en la librería Six Gallery de Fillmore St. el 7 de Octubre del mismo año marcó el verdadero comienzo de la era psicodélica. Kerouac describe el evento en su "Los Vagabundos del Dharma",(1958): "Aquella noche, seguí al grupo de poetas aulladores a la lectura de la Six Gallery, que marcó, entre otras cosas importantes, el comienzo de la San Francisco Renaissance. Allí estaban todos. Y yo me encargué de hacer una colecta y comprar tres garrafas de borgoña californiano, de cuatro litros cada una, y todos se animaron, así que hacia las 11, cuando Alvah Goldbook leía, o mejor gemía, "Aullido", borracho, con los brazos extendidos, todo el mundo gritaba: "¡Sigue!, ¡sigue!, ¡sigue! (cómo en una sesión de jazz) y el viejo Rheinhold Cacoethes, el padre del mundillo poético de Frisco, lloraba de felicidad".

Tan deslumbrante que ni siquiera la fiesta de presentación del álbum "Moby Grape" (CBS Rcds, 1967) en el Avalon Ballroom de Sutter St., en el ángulo feliz que formaba junto al The Family Dog de Pine St., la Meca entonces de la escena underground de San Francisco, pudo hacerle sombra. Llegaron las tribus hippies desde Haight-Ashbury, acostumbrados a la comida y al tratamiento médico gratuito, a la adquisición también gratuita de LSD y marihuana, a centros artísticos y talleres de formación comunales, a parodias callejeras como el "Death of Money and Rebirth of the Haigh Parade", y se encontraron con un montaje de marketing espectacular, totalmente alejado de una visión libertaria de la vida. Más de diez mil orquídeas violetas cayendo desde el techo (que convirtieron el suelo en una plataforma peligrosamente escurridiza), cientos de botellas de vino con la etiqueta "Moby Grape" en su cuerpo (sin sacacorchos a la vista para poderlas abrir), la flor y nata de la escena musical realizando sus propios corrillos junto a los capitostes de la industria desplazados desde Los Ángeles. Visto el ambiente, muchos de los activistas llegados desde la vecina Oakland y del campus de Berkley, al amparo unos de las primeras consignas del Black Panther Party, otros seducidos por el Free Speech Movement, debieron sentir sus ansias de revolución tan engañadas como vacíos se encontraban sus bolsillos.

Matthew Katz logra un contrato muy ventajoso con el sello CBS, sobre todo para sus futuros intereses económicos, al conservar como propio el nombre de la banda y los derechos de sus canciones. La primera de una sucesión de factores que convierten a la banda, al poco de iniciar su camino profesional, en un reguero de despropósitos y mala gestión. El productor del disco, David Rubinson (compinchado con Katz), convence a los directivos de CBS para que saquen simultáneamente al mercado 5 singles del disco recién editado a últimos de Mayo de 1967. Desmesurada campaña que descoloca a los posibles compradores, receptivos desde la salida del "Sgt. Pepper", publicado dos semanas antes, a la adquisición del Lp como producto que mejor pueda simbolizar el trabajo y el espíritu de una banda. Lo mismo les ocurre a los Djs de las emisoras de radio locales, prescriptores de singular importancia para convencer al público joven de las excelencias de un disco. La emisión de los singles diluye necesariamente el impacto de las ventas del álbum, haciendo que, a pesar de las excelentes críticas de los medios especializados, el primer y mejor trabajo de los Grape quede situado en el limbo de la inconsistencia. 

La participación de la banda en el Monterey International Pop Festival, a mitad de Junio de ese 1967, constituye otro revés para el grupo. Katz sabe que los Grape son una de las mayores atracciones musicales del momento e, inflamado por un vehemente ego, pretende que actúen en el mejor horario posible, justo antes del set de Otis Redding. Reclama además el pago de un millón de dólares como tarifa innegociable. Lo que al final consigue es indignar a los promotores y hacer que la banda salga a escena a deshora, el viernes a mediodía, sin apenas público, además de que Laura Nyro les sustituya en la agenda inicialmente programada para ellos. Como colofón, el nombre Moby Grape queda excluido de los carteles y pósters anunciadores del festival, sin que tampoco su actuación aparezca en la película rodada por D.A. Pennbaker, publicada con éxito un año más tarde.

Una verdadera lástima para un disco como "Moby Grape" que, junto al "Surrealistic Pillow" de los Airplane y el "Electric Music For The Mind And Body" (Vanguard, 1967) del Country Joe & The Fish de la vecina Berkley, constituye el ejemplo más significativo y brillante del sonido de San Francisco. Un trabajo que muestra, en su total esplendor, el gran nivel instrumental y compositivo de sus cinco miembros. Las guitarras rítmicas de Lewis y Spence, propensas a crear un sonido nítido y envolvente, el portentoso fingerpicking de la guitarra solista de Miller (que recuerda su primera etapa con The Bobby Fuller Four y su querencia por el "Rumble" de Link Wray), apuntalando la atmósfera de pop esquizofrénico que exhuman sus surcos, Mosley al bajo y Stevenson a la batería, fortifican el esqueleto rítmico con sus líneas limpias y precisas. La voz de Mosley, intérprete en gran parte de los temas, tiene un aire ingenuo de white-soul, los coros respiran armonías de The Byrds con un toque más blues. Los textos, a pesar de una evidente y cierta convencionalidad lírica, no dejaron de encontrar eco en una audiencia joven, muy en la honda con el ambiente de amor, comunión y libertad que se vivieron en la época mágica de los "Human Be-In".

Inesperadamente, en tan solo dos líneas del "Lazy Me", cuando Mosley baja una octava de voz al recitar el final del "I guess I´ll never know why / I´ll just lay here and decay here", los Grape prevén su triste futuro.

Los únicos miembros de la Beat Generation que mantuvieron, con un decidido grado de implicación, el contacto con el ambiente y el espíritu más comprometido del Summer of Love de San Francisco fueron Allen Ginsberg y Neal Cassady. El primero con su participación en el "Krishna Consciousness Comes West", una mantra-rock-dance organizada el 6 de Enero del 67 para celebrar la apertura del primer Templo de Krishna en la ciudad, y en el que hicieron acto de presencia, junto a los Grape, Grateful Dead y los, también muy habituales en la escena de la bahía, Big Brother & The Holding Company. (Cuando George Harrison visitó el Templo, en Agosto de ese año junto a su musa y entonces mujer Pattie Boyd, ya hacía buena caja para ser propietario de una grandiosa mansión de 120 habitaciones en Henley-On-Thames, tres años más tarde). También Ginsberg fue una de las estrellas destacadas, esta vez acompañado de Timothy LearyLawrence Ferlinghetti, Gary Snyder y Michael McClure (estos tres últimos, escritores y protagonistas asiduos en las reuniones literarias de la mítica librería City Lights), una semana después en uno de los "Gathering Of Tribes". Neal Cassady, con antecedentes más inclinados a la conducta extrema, se adelantó en su pretendido papel de faro de toda una generación de nuevos rebeldes, enrolándose como chófer del "Further", el autobús que Ken Kesey y sus Merry Praknsters fletaron en 1964 con el objetivo de realizar sus "Acid Tests", un viaje alucinado que, partiendo del mismo Golden Gate Park, recorrió una buena parte de la geografía de los EEUU. No muy lejos de allí, el subterráneo Kerouac, al igual que lo hizo poco después Skip Spence, caminaba hacia un punto sin posible retorno. Y los dos salieron desde San Francisco hasta Nueva York, una ciudad que devastó sin piedad sus sueños.