PÍO BAROJA "EL ÁRBOL DE LA VIDA"
La publicación en 1911 por la editorial Renacimiento de la novela "El árbol de la ciencia" de Pío Baroja, última parte de la trilogía "La Raza", supuso un salto cualitativo importantísimo para la todavía algo incipiente carrera literaria (apenas 9 años desde la publicación de su primera obra "Vidas sombrías") del autor donostiarra. Paso adelante de gran significado que, si entonces tuvo una considerable valoración en la vida literaria e intelectual de nuestro país, alcanza sin duda con la perspectiva del paso del tiempo un eco de trascendencia más notable si cabe. Pasada ya la primera década del siglo XX, la grave situación de crisis social y política que vive Europa desde los inicios de dicho siglo, se adentra desbocada en los derroteros que muy pronto darán lugar a la Gran Guerra del 14. En nuestro país la esperanza de una renovación que levantara a la nación después del desastre de 1898 ha fracasado, a pesar de los intentos de parte de la clase intelectual de entonces. Madrid, como pequeño microcosmos español (y a salvo de poquísimas excepciones honrosas en otras partes de nuestra geografía), se debate entre la indolencia, el inmovilismo y una caridad secular que, como mayor (y a todas luces insuficiente) iniciativa político-social, pretende aliviar la miseria de grandes masas de población que, buscando trabajo donde apenas lo había, han emigrado a la gran ciudad.
El gran atractivo que nos presenta entonces el Baroja autor de "El árbol de la ciencia" no es solamente el haber sabido retratar la deteriorada vida española de entonces, de forma documental y precisa, también el presentarnos las opciones que según el escritor vasco serían las necesarias para poner coto a tamaña situación. Saber y conocer frente a la superchería y a la fe. Educación de la población al amparo de la fortaleza racional de la ciencia frente al débil amparo de las creencias religiosas. Planteamiento filosófico de una vida que, de acuerdo con las corrientes de pensamiento más importantes de entonces, sirviera a las élites para marcar a sus congéneres su paso por el mundo basados en la fortaleza de la razón, la experiencia y el conocimiento científico.
Para llevar a cabo esta misión pedagógica (tiendo a pensar últimamente que Baroja no deja der ser, sin él seguramente quererlo, un pedagogo fracasado, al igual que le ocurre al protagonista de esta novela) el autor se sirve de uno de los personajes con más fuerza de su ingente producción literaria, el joven Andrés Hurtado. Personaje que, al igual que ocurre en muchísimas otras novelas de don Pío, revelan al lector múltiples escenarios donde se representan, con mayores o menores visos de realismo narrativo, acontecimientos de la propia vida del escritor. Los distintos acontecimientos por los que pasa el protagonista se han visto, entonces, revividos por un Baroja que previamente los ha vivido, los ha experimentado y, en base a esa valiosa práctica que los antecede, permite al escritor presentarlos con un magnético tamiz de creencia y verosimilitud. La narrativa del texto gana así una fluidez de arroyo sosegado, sin que tenga que recurrir el autor donostiarra en ningún momento a cualquier giro forzado que obligara al lector a retomar una acción perdida y, consecuentemente, a alejarse de la placidez de la lectura.
Esa misma autobiografía novelada que nos presenta Baroja en éste "El árbol de la ciencia" no solamente se nos revela en la vida familiar y estudiantil de un Andrés Hurtado que transita entre Madrid y Valencia, al igual que le ocurriera a don Pío en su juventud. Nos muestra del mismo modo la experiencia lectora del escritor en sus años de formación como un joven estudiante en la Facultad de Medicina, su retraimiento en soledad como rechazo a una sociedad que le repugna en muchas facetas, el conocimiento de sus primeras amistades universitarias y, sobre todo, la necesidad del protagonista (igual que la experimentó el propio Baroja) para encontrar un plan filosófico de vida, un proyecto que diera sentido a una existencia que consideraba totalmente vaciada de contenido.
Es precisamente en este apartado del proyecto filosófico de vida donde don Pío y Andrés Hurtado van más estrechamente ligados de la mano durante el transcurso de buena parte de la novela. El escritor vasco se había enfrentado en los años inmediatamente anteriores a la lectura extensiva de los grandes filósofos alemanes, Kant, Schopenhauer y Nietzsche y, aunque éste último apenas aparece en el texto, las teorías de los dos primeros se convierten en el eje intelectual de la obra. Andrés Hurtado representando en las ideas de Kant la necesidad de liberarse radicalmente de una visión vital encorsetada y agonizante, la de Schopenhauer a cargo de Iturrioz (tío de Andrés Hurtado), intérprete de una mirada más atemperada, más madura, sin por ello dejar de ser pesimista en su comprensión del mundo y su significado.
Y siguiendo el curso autobiográfico del autor donostiarra, al igual que don Pío salió de Madrid para ejercer de médico rural en Cestona, Andrés Hurtado también sale de la ciudad para ejercer la medicina en un pueblo de La Mancha. Sus experiencias son parejas en cuanto a que enmarcan el paisaje de unas sociedades ancladas en el pasado más inmovilista posible. Exceso de curas y carlistas en Cestona, caciques y campo agostado por la desidia en Alcolea del Campo. El rechazo hacia Andrés de la mayoría de la población rural manchega, y un panorama desolador del papel ignominioso de la mujer campesina en la España de entonces (fielmente reflejado en la novela), obligan al personaje a su vuelta a la ciudad y a enfrentarse, cada vez con menos fuerza y convicción, a una realidad urbana ya denostada por infectada y sin aparente cura posible.
Pareciera como si al poco tiempo de su vuelta a Madrid encontrase Andrés Hurtado una felicidad imprevista. Prosperidad emocional que sirve para calmar los nervios de un joven médico que se encontraba entonces al borde de un peligroso desequilibrio mental. Su matrimonio con la joven Lulú, sin más compromiso inicial que la mutua compañía y el debido afecto como esposo, le transporta a un estado de ventura profesional y doméstica. Los días se suceden bajo un ritual de calma y paz hogareña, en el que nuestro protagonista encuentra en la propia vida rutinaria de los enamorados sin mayor compromiso la respuesta final y feliz a su anterior desasosiego. Andrés presiente el final de la dicha cuando su mujer le anuncia su embarazo. A la muerte del hijo al nacer sigue la de Lulú pocos días después. En una de las secuencias finales, escuchando en otra estancia la conversación de otros personajes, Andrés comprende finalmente la inutilidad de la vida, una existencia en la que el supuestamente más poderoso anclaje de la supervivencia, la ciencia (médica) como remedio cierto de perduración, tampoco sirviera de respuesta. El final de Andrés Hurtado, narrado en el texto de forma magistral por Baroja, anuncia al proto-mártir, al "precursor" que se sacrifica como protesta y como imaginaria redención de otros semejantes a los que nunca ha comprendido.
En la primera edición de "El árbol de la ciencia" de Renacimiento en 1911, Pío Baroja encargó que en la portada apareciera el retrato "Melencolía I" de Alberto Durero. En el grabado aparece una figura alada en posición acurrucada, presa de una situación de inmovilismo que pareciera congénita en su propia representación. La dicotomía "acción/contemplación", tan querida por el escritor en cuanto representa su más contrastada ideología filosófica (el Nietzsche de la acción, frente al dúo Kant-Schopenhauer en la contemplación), sirve de trasunto para el comportamiento de Andrés Hurtado en lo que significa su buscado "plan filosófico de vida". La imagen de la reflexión inactiva de aquel individuo que, poseyendo todos los elementos del arte y de la ciencia necesarios para dar sentido a su vida, se extingue en la angustia permanente de no alcanzar a comprender finalmente su propio significado.
Nota: Mi agradecimiento a Francisco Fuster (Valencia, 1984), Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia, por los datos y visión facilitados para la composición de este breve texto.
Una novela esencial, Javier. Se entiende muy bien el choque de la sensibilidad de Baroja con el horror hispano circundante, a muchos nos sigue pasando. Me has dado ganas de releerla, en breve recupero este árbol.
ResponderEliminarUn abrazo.
El mismo Baroja hablaba en una de sus novelas (en "El mundo es ansí") que España es una cosa contradictoria. Yo no hablaría tanto de horror como de desilusión grande, la que le producía España a Baroja en su tiempo, y la que nos sigue produciendo a muchos de nosotros todavía.
EliminarAbrazos,
Javier.
Solo un pero querido Javier, creo que Baroja es un pedagogo sin él saberlo, pero no creo que sea fracasado pues su "terapia" sigue funcionando (en algunos). Estupenda reseña que como Gonzalo despierta mis deseos de releer.
ResponderEliminarUn abrazo.
La "terapia" de Baroja funcionó, creo, en que su discurso de regeneración nacional caló en sus seguidores, numerosos entonces y también ahora (aunque menos). Fracasó cuando recomendó el conocimiento científico frente al enorme mal causado por el catolicismo y la clase dominante conservadora. Esos males siguen muy presentes en la España de hoy y vienen a demostrar, lamentablemente, que esa parte de su "terapia" no funcionó.
ResponderEliminarAbrazos,
Javier.
Lo tenía guardado en la recámara para leerlo con detenimiento. Un gustazo ilustrarme contigo sobre el gran Baroja. Una línea me ha llamado muy especialmente la atención:Saber y conocer frente a la superchería y a la fe. Abrazos, crack.
ResponderEliminarGracias Johnny, que serán mucho más merecidas para don Pío que para mí. Yo solo hago de mensajero.
EliminarAbrazos,
Javier.