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30 mar 2015

TRES MIL PALABRAS




WILLIAM FAULKNER                     "¡ABSALÓN, ABSALÓN!"
En el momento de escribir estas líneas han pasado tan solo un par de semanas desde que finalicé la lectura del "¡Absalón, Absalón!" de William Faulkner, y debo reconocer que mis primeras impresiones sobre esta obra del autor americano se van extendiendo (y enriqueciendo) de vez en vez. A fuerza de establecer un brevísimo guión, que pueda resultar medianamente interesante para aquellos que deseen conocer sus causas , me permitiré echar una breve vista atrás. Hace ya bastante tiempo leí (fue mi primera incursión en Faulkner), "La escapada", libro que, además de postrero en su producción literaria, fue considerado por la crítica general como obra menor en el conjunto de su corpus artístico. Me enfrenté posteriormente con una de las cumbres de Faulkner, "Santuario", sin duda alguna paradigma de la mejor literatura americana de la segunda mitad del siglo XX. Y a partir de entonces me ocurrió que, ante la impresionante belleza y magnitud de la obra anteriormente mencionada, la expectativa de emoción e impacto que pudiera presentir como futuro lector del autor americano se multiplicó de manera formidable. Los espléndidos ecos que entonces me produjera "Santuario", las imágenes surgidas de la para mí entonces casi inicial  literatura "faulkiana" (el descubrimiento de su magia ambiental, de su  rica ambivalencia lírica y de su atmósfera extremadamente sutil y nebulosa) se almacenaron de tal forma en mi subconsciente que no cesaron, como si ese acto no dependiera de mí totalmente, en propiciar fecundas oleadas de enorme dimensión anímica. Pensaba que la siguiente obra de Faulkner a la que me enfrentara afianzaría la extraordinaria huella que el autor sureño ya había plasmado en mí y, efectivamente, la lectura de "¡Absalón, Absalón!" así lo ha confirmado.

"Hay cosas que, dichas en tres palabras, tienen tres palabras de más y en tres mil, tres mil palabras de menos...", se dice en boca de uno de los protagonistas en el transcurso del libro. Qué gran verdad y de qué forma tan auténtica se acomoda tal aseveración en esta novela. Novela que, a falta de encontrar una calificación más meritoria y original, nos conformaríamos en caracterizarla con el moderno ditirambo de "novela-río", tanto porque nos presenta la historia temporal  y la saga maldita de una familia sureña (la de los Sutpen), como porque su entorno paisajístico se desarrolla en el imaginado condado de Yoknapatawpha (conocida producción propia de Faulkner), bañado en sus contornos por el río Mississippi. Y ya se sabe que del extremo de engendrar palabras (muchas veces seductoras, esas tres mil tres, ejemplo de una suerte de mantra numérico y recitación oracular), y colocarlas ilimitadamente junto a las ondas acuosas de otras palabras deviene una de las causas productoras de las mejores iluminaciones literarias.

Si, tantas palabras, tantísimas letras seguidas unas tras de otras pero que, de forma separada,  apenas alcanzan un ordenamiento mínimamente coherente y son entonces islotes que navegan a la deriva. "¡Absalón, Absalón!" cuando conjura las palabras y nos muestra su doble significado, su simbolismo como cadenas de transmisión de hechos (externos) y pensamientos (internos), se convierte en una novela caudalosa que (muchas veces de forma intencionada) no parece tener significado más que en el entorno de la atención del lector. Otras veces, cuanto éste agudiza su protagonismo como receptor vigilante de las imágenes que representan, se eleva la novela, se incrementa su magnitud hasta espacios donde la teoría fílmica del mejor western americano toma sentido. Se yergue, entonces, entre esas palabras un leve polvo de libélulas, las cortezas de los árboles funcionan como los altavoces de la tarde (que va muriendo dorada) y en los charcos de la tormenta reciente todavía queda espacio para un arcoiris fugaz. La novela entonces corre alborotada, respira por sí misma, vive en su propia velocidad de sudor y espuma.


Y, bien pensado el asunto (tanto que posiblemente cree polémica mi siguiente reflexión), !¡Absalón, Absalón!" , además de conformarse como esa comentada "novela-río" no deja de ser, tampoco, trasunto de la "novela pastoril" en pleno siglo XX. El entramado del guión (y su exposición narrativa) no dejan lugar a dudas y, si acaso cupiera alguna, repasen los lectores más avezados en las lides literarias a autores como Jacopo Sannazaro ("Arcadia"), Garcilaso de la Vega ("Églogas"), Jorge de Montemayor ("Siete libros de Diana"), Miguel de Cervantes ("La Galatea") o Lope de Vega ("La Arcadia"). Un joven de buena planta, hombre de fortuna por su padre, hace amistad con otro gallardo compañero universitario y, al retornar ambos al hogar del primero, la hermana de nuestro protagonista, solamente sobre el papel gentil dama del Sur, caerá rendida de amor ante la presencia del invitado. La Guerra de Secesión americana (1861-1865) parece malograr un romance que promete terminar en boda y obliga, temporalmente, a la separación de los novios y futuros esposos. 

Esta trama, que aparentemente podría quedar atrapada en la cursilería edulcorada de un "Lo Que El Viento Se Llevó", cobra bajo la mente enfangada del mejor Faulkner visos de epopeya y de maldición. Surge entonces (sin un tiempo necesariamente definido en la novela, su presencia se produce constantemente) la figura del anti-héroe, un padre que, al margen de los convencionalismos (pero, según convenga, amparado en ellos) arrasa con todo lo que se le ponga por delante. Pobreza, sexo, promiscuidad, incesto, ambición, violencia, riqueza, esclavitud, sacrificio, muerte y redención son, todos ellos por separado y en el conjunto global de la novela, conceptos por los que se van sucediendo las acciones más significativas (también las más nimias) de la obra. Y ese anti-héroe va marcando la pauta de los demás convidados, sin aparente bondad posible, hacia una coherencia de aniquilación privada, pública e incluso de la que pudiera afectar a la arquitectura del paisaje (a ello también contribuyen las secuencias que narran la destrucción propia de la guerra).

Y todo ello utilizando el lenguaje propio del mejor Faulkner, ese autor que vino a renovar con su estilo la mejor literatura americana contemporánea. Idioma, el suyo, que emplea un torrente de palabras que mezclan hábilmente lo vivido y lo sentido, lo mirado y lo percibido, la belleza formal de la figura del sauce empujado por el viento y su apariencia más telúrica, las sombras posiblemente diabólicas que puedan desordenar la mente frágil de un niño. Si a este humanismo del espanto le añadimos un relato narrado a dos y cuatro voces, separadas ellas inicialmente por el paso del tiempo (este elemento pasajero que se va superando conforme avanza la novela), y que concluye en unos pasajes finales donde queda diáfana la realidad que se relata y la ficción que ya imaginábamos (se lee a veces mejor el libro entre líneas...), el resultado no deja de trasladar al lector una riqueza épica que, pensemos, solo sobre ese Sur profundo americano podría desarrollarse.


Una novela, como la gran mayoría del autor americano (y ahora hablo como aficionado a su obra, más que como profuso lector de la misma, todo se andará...), que precisa de una traducción lo más cercana y fiel posible al estilo tumultuoso, y a la vez tan preciso en sus intrincadas y extensas líneas argumentales, de este escritor. Hay que estar dispuesto a embarcarse en esa torrentera de palabras sin final aparente, dejarse llevar por un hilo que pespuntea a la vez academia y anarquía, para ser capaz de llegar a un puerto donde puede que nos espere el olor arcilloso del lodo, la suave lumbre de la miel en los labios también. La edición de este "¡Absalón, Absalón!" es del año pasado y la obra publicada por Alianza Editorial. Su traductora, Beatriz Florencia Nelson,  merece una mención especial en su indudable esfuerzo por llegar a ese paroxismo que Faulkner tantas veces pretende en su literatura. La literatura debe ser exacerbada, al igual que la vida lo es.













20 mar 2015

NO COMAN MÁS BASURA



SUICIDE                                 "SUICIDE"
Sucede a veces que un mapa al que se le pida orientación no es un mapa que fácilmente sea fiable. Tengo sobre las manos una guía turística del Manhattan Concierge Map y, según lo repaso con la intención de transcribir los antecedentes urbanos de la banda neoyorquina Suicide, más me pareciera encontrarme ante las puertas del campo de exterminio de Treblinka. Suena ahora (volumen 3,2 del amplificador) el "Sixteen" del "TV Eye" de Iggy Pop, y he pasado muchas horas antes escuchando el primer disco homónimo de Vega y Rev (objeto de esta entrada), también las dos primeras obras de Alan en solitario, "Jukebox Babe" y "Collision Drive". Me paré poco después en la grabación de sus paisanos Silver Apples (sus antecedentes artísticos más directos) para terminar (o acaso sumergirme en un interminable ciclo) con ese "TV Eye" que viene a rememorar, cual si fuera un tornado de efervescente electricidad atlántica, el famoso concierto que la banda de Detroit diera en The Pavillion de Flushing Meadows en Julio de 1969.


El punk es electricidad y callejones sin salida. La electricidad salía a raudales de las plantas automovilísticas de Motor City, los callejones surgían de un SoHo y Lower East Side neoyorquino repletos de demoliciones y basura en los finales 60. La chispa que incendia el cerebro de Alan Vega ocurre en esa campa de Queens (cercana al Shea Stadium de grato recuerdo) viendo actuar a Iggy Pop. Diez años atrás, en esas encrucijadas callejeras (ya cruzado el East River, entre el Bowery y West Broadway, donde ya había cuajado el ambiente literario de Ginsberg y Kerouac), es donde los artistas herederos de una America exhuberante y cosmopolita (en la que la falta de billetes de dólar arrugados y de suficientes psiquiatras colegiados causaban estragos), se lamentaban de su suerte bajo noches repletas de estrellas, aullidos, alcohol, drogas y sexos confusos. Nueva York no estaba todavía tan de moda y muchos creadores, casi todos ellos pobres de solemnidad, aun pretendían vivir amparados en el recuerdo revitalizado de un Rimbaud que seguía llegando en oleadas a las playas de New Rochelle.

Allí entre los escombros del SoHo y la plaga puertorriqueña del Lower East (antes de que emigraran en masa más arriba de la calle 77), llegan a conocerse Boruch Alan Bermowitz (Alan Vega) y Martin Reverby (Martin Rev). Vienen desde Brooklyn y el Bronx para tomar el testigo de la generación beat literaria y pulimentar las tallas sonoras del jazz de la calle 52. El primero como artista multifuncional, empeñado  a través de sus esculturas de luz a que llegue algo de sol a una América de Nixon todavía en blanco y negro, el segundo como miembro de la Reverend B, una suerte de banda homenaje a Coltrane y a las noches de conversaciones interminables con Mingus. Ambos se encuentran en una nave abandonada que Vega utilizaba como escenario de su recién creado Project of Living Artists, una plataforma que le servía para desarrollar diversos proyectos artísticos. Martin destacaba como teclado en una banda de 15 miembros y charla profusamente sobre sus contactos en el mundo del jazz; Alan, por su parte, admirador del Arte Povera italiano, enchufa subrepticiamente sus artefactos a las tomas eléctricas de la más próxima estación de metro para dejarla, el día siguiente, sin corriente y en la más absoluta oscuridad.

Antes que cualquier otro grupo, estamos en los muy primeros años 70, el nombre de Suicide inspirado por el protagonista (Satan Suicide) del comic Ghost Ryder, Alan y Martin empiezan a actuar con su propuesta de luz en movimiento y paralela interpretación musical. En un principio ni siquiera Alan piensa en cantar en su nueva actividad y parece ir siempre acompañado de una trompeta de bolsillo, instrumento que acaba una noche desechado entre los desperdicios de un solar cercano. Rev con su teclado japonés de dudosa procedencia y Alan, con una voz que aspiraba inicialmente a trasmitir el desconcierto de los diamantes y las aspiraciones intelectuales de una madre aparentemente latina, se abren lentamente hueco en un Nueva York del que todavía no se había apoderado el technicolor de Disney ni la verborrea conservadora de Ronald Reagan.

Los judíos empiezan a apoderarse del rock y el país aun se mueve lentamente bajo el lodo y el recuerdo de la matanza de My Lai. Un Martin Rev hastiado de la situación compra un billete de tren vía Baltimore con destino final en Washington. Su intención es asesinar a Nixon y Vega se ve obligado a recluirle durante un tiempo en un piso de la Greene Street, sin más alimento que un surtido de latas de atún Wimpile robado en un supermercado cercano. Cuando ha conseguido el propósito de calmar a su compañero se suceden las actuaciones por las galerías de arte más abajo de Union Square, especialmente en la que les ha recomendado su amigo el marchante Ivan Karp, la OK Harris de West Broadway de la que, con el paso del tiempo, llegarán a ser artistas casi permanentes. La ciudad hierve bajo unas altísimas cifras de delincuencia y allá donde Alan y Martin se cobijan, casi siempre de madrugada, tienen que tirar, a falta de un revolver, de buena labia para sobrevivir. No hay más futuro que el que otorga un presente de basura y trallazos eléctricos. Está a punto de oficializarse  el nacimiento del punk y se otea en el ambiente el apagón de Nueva York y la posterior aparición de los Grupos de Auxilio Ciudadano en el Metro de la Ciudad.


Ya han aparecido en escena unos New York Dolls y algo después lo hacen Television, Blondie, Ramones, Contortions, Talking Heads y se abren locales como CBGB en el Bowery y Max´s  Kansas City un poco más arriba en Park Avenue South. Estamos en 1975 (qué importa la fecha exacta cuando se puede morir cualquier día...) y Suicide, anclados en su pequeño circuito de actuaciones en galerías de arte, tienen una segunda oportunidad. Se dan a conocer en una escena en principio propicia para su propuesta minimalista y lo hacen, de forma brava y bizarra, con un planteamiento provocativo. Martin ya se ha hecho con una caja de ritmos de los años 50 y su estilo, sincopado y de obsesiva reverberación, alumbrará el camino a los nuevos dúos de pop sintético que llegarán posteriormente (Soft Cell, Erasure, Bronski Beat, OMD...). El reverso puramente punk lo aporta Alan Vega con unas actuaciones que estimulan el rechazo inicial de la mayoría de los espectadores. Vega sigue obsesionado con la actuación de Iggy Pop que presenció en The Pavillion de Queens 6 ó 7 años atrás y la aparición de surcos de sangre, los salivazos y el lanzamiento de objetos al escenario se convierte en seña de identidad del grupo. No tiene que ver tanto con la memorabilia propia del punk, es puro rechazo y odio de una audiencia que se considera incomprensiblemente ultrajada.

Aunque Suicide fueran realmente los pioneros en colorear una ciudad ya harta del tono monocromático, el sol que alumbró las primeras grabaciones de la época no respetó ni su grado ni su veteranía. NYD, Television, Blondie o Talking Heads publicaron antes que ellos y la banda tuvo que esperar hasta 1977 para hacerlo. Fue en el pequeño sello Red Star de Marty Thau, entonces también mánager de NYD, donde graban su primer disco homónimo. La No Wave neoyorquina ya tiene por entonces carta de naturaleza y el disco de Vega y Rev añade ecos aún más subterráneos a una escena que ahora nos parece fascinante. La crítica especializada casi en su mayoría aplaude la aparición del disco mientras que, como era de suponer, las ventas no acompañan las expectativas. El aura de malditismo del grupo quizás les diera el caché suficiente para mantenerles vivos en el circuito de salas, también para costear a una dieta alimentaria que se sustentaba exclusivamente en una hamburguesa diaria, pero no les permite sin embargo subir el peldaño al que se habían aupado sus compañeros músicos de generación.

Quedaría lejos de mi intención el calificar someramente este primer trabajo de Suicide como una obra maestra en la historia del rock´n´roll. Es algo más, mucho más. Adelantados a su tiempo, abogados de la anorexia instrumental, su estilo apuesta por la pureza más emocional y arcaica de un género que, creado en base a innumerables variables de ritmo y compás, se dirigía claramente hacia composiciones más hinchadas, más pomposas y convencionalmente altisonantes. La crudeza de su planteamiento musical, una simple base de teclados y caja de ritmos, enmarcada por una lírica de recitación sencilla y prosa desasosegante, teatralizada toda ella por un Vega poseído por convulsiones mentales (tantas noches en el sumidero del alcohol y las pastillas) y violentas sístoles, caló no solamente en la escena del momento si no que, más adelante (sin ni siquiera ellos adivinarlo), provocó un insistente incendio de cuyos rescoldos aun viven muchos de los que no soportan el panorama actual.

Y es que los siete temas de este primer trabajo de Suicide reflejan el perfecto manual de la perturbación psíquica, de la sumisión y de la pesadilla como imágenes de un comportamiento habitual. A ese "...America, America´s killing its youth" del primer "Ghost Ryder", le siguen lapidarios como "...100 miles per hour/Gonna crash/Gonna die/And I don´t care" ("Rocket USA"), "...Cheree, Cheree/My black leather lady" ("Cheree"), "...That suicide is painless/It brings on many changes" ("Johnny", primer single publicado del disco), "...My suicide girl" ("Girl"), "...And when he died/The whole world lied" ("Che"). Pero es en su composición más extensa, en tiempo e intensidad anímica, "Frankie Teardrop", donde se alcanza un paroxismo desgarrador, nunca antes ni después emulado. "...Frankie is so desperate/He´s gonna kill his wife and kids/Frankie´s gonna kill his kid/Frankie picked up a gun".  Los gritos, lamentos y aullidos que anteceden y continúan entre los párrafos de la canción son sencillamente geniales por lo doloroso y crudo de su vivísima representación. Años antes, en 1973, el "Berlin" de Lou Reed había alcanzado la máxima cima en el espectáculo del dolor y el desamparo para ser, esta vez sin discusión posible (aunque se admitan opiniones contrapuestas), superada esta su obra en una sola canción de Suicide.


El cierto, aunque limitado, éxito del disco y su eco en los medios musicales de la época propicia la salida posterior de la banda hacia Europa, donde le esperan unas audiencias aparentemente más educadas y tolerantes con las extravagancias americanas. Serán los franceses los que de una forma más abierta y comprensiva abracen a los nuevos representantes de la, entonces, llamada no-wave neoyorquina (la relación amorosa de los galos con los yanquis, a lo largo del siglo XX, bien merecería un texto entre los amantes del jazz y del rock americano). No así sus primos belgas ni los más lejanos escoceses que, en muchas de las actuaciones de la banda, se comportan como auténticos energúmenos. Los seguidores más puros del punk de aquellos tiempos no se desviarían un ápice de los postulados musicales y estéticos de los Clash y Buzzcocks de turno y, ante cualquier desviación anárquica del patrón estipulado, manifestarán violentamente su repulsa. Sus exabruptos escondían la carencia intelectual suficiente para comprender, y tolerar, a la banda que realmente estaba por encima de todos ellos, Suicide. Pero, ¿quién llegó a saberlo entonces?



Esta entrada está necesariamente dedicada a dos grandes, Deavid Allen y el "Cifu"




13 mar 2015

SEGUIR DE POBRES






BURNING                              "NOCHES DE ROCK & ROLL"
Coloco mi espalda contra el cojín y compruebo que está bien apoyada contra el respaldo de la silla. Me acomodo antes de concentrarme ante la pantalla del ordenador. Todo está en orden aparente (es decir, no hay ningún signo revolucionario frente la millonésima tropa polvorienta que navega libremente por la estancia). He introducido antes mis delgados dedos entre los vinilos para escoger (no al azar, la casualidad es una situación imposible cuando se impone el recuerdo) un disco de Burning. Soy de los que creo que sus compañeros de estantería (colegas alfabéticos, una exigencia del orden burgués), les han influido de forma definitoria. A su derecha BUM, una banda de la Columbia Británica canadiense, con su "Wanna Smash Sensation!" del 92; a la izquierda (ni siquiera lo adivino inicialmente..., ¿me dará por fin una alegría la izquierda, aunque solo sea en el orden de los discos coleccionados?, veamos...), el primer disco homónimo de la Butterfield Blues Band del 65 (aunque lo debería haber archivado en la P de Paul Butterfield...). ¡Magnífico!, (han desaparecido por un momento las dudas relativas a mi próximo voto en las elecciones municipales). Con tales credenciales difícil es que se de mal la entrada.

Antes de colocar en el plato la cara A del "Noches de Rock & Roll" (1984) he estado escuchando "El Final de Una Década" (1979), es decir, he intentado sumergirme en los años que marcaron indeleblemente la trayectoria más conocida de la banda. Como las plantas del pie del saltador olímpico que (restregándose sobre el esparto antideslizante del trampolín momentos antes de dar el impulso definitivo,  sus ojos cerrados contra la inmensa tarima celestial), van deslizándose como un timón autónomo, libre e independiente de la voluntad de un cuerpo que (puede quebrarse en cualquier momento por el simple roce del vuelo de una avispa), así , antes de culminar el arco voltaico que daría la razón a Humphry Davy, he sentido la necesidad de solazarme con los antecedentes de la banda.

¿Es el Madrid de 1979 algo cercano en el desván de la memoria (un cúmulo de experiencias que no pocas veces sirven para atormentar las madrugadas de insomnio)? Si, lo es, aun cuando creyera exclusivamente evocarla (como lo hago ahora) en imágenes que reviven los paseos con mi hijo pequeño por el campus de la Universidad (mientras leía a Hölderlin), o asistiendo a los conciertos en el "Johnny" (Splint Enz) o allá en el Pabellón Polideportivo del Real Madrid (Ian Dury and The Blockheads + Robert Gordon); también intentando, con mi recién adquirida Yashica FX-2, retratar un tiempo tan feliz que dificilmente puede alcanzar su verdadera dimensión entre estas breves palabras. Tan cercano como el Madrid de 1984, la culminación de una escena polivalente donde la música, la literatura, pintura, cómics (gracias hermanos catalanes) y magazines, cine y fotografía habían ya adquirido una cierta carta de naturaleza autóctona. En apenas 10 años se había pasado del final de la "pertinaz sequía" (tan ligada a la conspiración comunista y judeo-masónica) a una especie de leve hartura. Nos mudamos de los conciertos en los colegios y tómbolas de barrio a aquellos otros que posibilitaron la existencia de un pequeño circuito de salas y escenarios fijos. De Ñu, (Teatro del Colegio Maravillas), a la Orquesta Mirasol (Sala MM), culminando con los primeros Nacha Pop en el Teatro Barceló (teloneros de Siouxsie and The Banshees).

Y Burning, ¿dónde estaban entonces?. He de reconocer que, aun conociéndoles (¿quién en Madrid no sabía de ellos?...), no formaban parte de mis melodías preferidas. Acudo a aquellos momentos (atrapado en el tenso esfuerzo del que recrimina a una memoria desmemoriada) en los que las esquinas mojadas de noche y lluvia, las luces iridiscentes de los garitos de Malasaña o el olor acre del orín mezclado con el perfume del cáñamo (sería prolijo mencionar los postreros insultos a las noches que nunca quisimos ver finalizadas), nos pudieran servir para comprobar si efectivamente los del barrio de La Elipa entraban o no en nuestros tarareos de satoris alocados. Y no, allí no estaban. Existía una frontera (la llamábamos "la del Ebro") delimitada por una aún joven M-30, por la que rara vez transitábamos. Más proclive eran sus confines para tribus urbanas distintas a las nuestras, y esa frontera nos servía de línea divisoria (entiendan por favor el ejemplo) entre la aceptación de un Ramoncín advenedizo y el olvido culpable (no lo siento, de todas maneras, como una pesada carga) de unos Burning que, desde hacía mucho tiempo, formaban parte de una periferia que había entrado por las cañerías de la ciudad.


A esa falta, a esa ausencia premeditada, en gran parte contribuyeron los medios de la época. No todos, es cierto, cayeron en el olvido; algunos, los más centrados en la escena puramente roquera, dieron noticias de ellos. Se les veía entonces como una continuación de los grupos del sello Chapa y del recopilatorio de "Viva el Rollo" de Vicente "Mariskal" Romero, sus actuaciones se publicitaban como el vívido ejemplo del rock más auténtico, chulesco y canalla. Pero en 1984, cuando se publica su "Noches de Rock & Roll", la prensa del momento, tanto la meramente musical (dedicada en esos instantes a alabar las excelencias el pop nuevaolero) como la consagrada a ejemplificar las excelencias del post-modernismo (versión intelectual y literaria de la "movida"), les relega al cuarto oscuro de los dinosaurios. Veamos un caso: "La Luna de Madrid", paradigma de la modernidad, Diciembre de 1984, sección musical. Se habla de los siguientes grupos: Radio Futura, Minuit Polonia, La Caída de la Casa Usher, Ciudad Jardín, Siniestro Total, Toreros After-olé, Glutamato Ye-Ye, Gabinete Caligari, Nacha Pop, Derribos Arias, Aviador Dro, Almodovar y McNamara, Bernardo Bonezzi, Mecano, Alaska y Dinarama, El Último de la Fila, Loquillo y Los Trogloditas, Golpes Bajos (la sensación otoñal...), ni una sola mención a la banda de La Elipa.

Es evidente que la menguadísima distribución y publicidad dada al "Noches de Rock & Roll" tuvo mucho que ver. La quiebra por entonces del sello Belter contribuyó a que el disco estuviera en las estanterías de las tiendas apenas un par de semanas. Las emisoras de entonces, en especial Onda 2, que tanto tuvo que ver con la siembra y posterior consolidación musical de la época, estaban mucho más centradas en dar a conocer los estilos y las nuevas bandas del país (además de las extranjeras que servían de referencia), haciendo caso omiso a los grupos y estilos más tradicionales. Las dos únicas cadenas de TVE, en sus programas musicales de la década de los 80 (quien los tuviera ahora...), apenas emitían actuaciones o entrevistas a Burning, siendo quizás la más recordada la que retransmitió Miguel Ríos en su escenario de "¡Qué noche la de aquel día!", pero ya en 1987.

Resulta chocante esta situación toda vez que cuando uno se enfrenta a la audición de "Noches de Rock & Roll" el disco le resulta una pura simbiosis del mejor rock stoniano (marca registrada de la casa) con las pautas musicales del estilo nuevaolero de la época. Instrumentalmente, los teclados de Johnny Cifuentes transitan mucho más sobre puentes claramente pop sin olvidar sus antecedentes honky-tonkianos, los riffs guitarreros de Pepe Risi (el miembro técnicamente mejor dotado de la banda) se extienden por territorios más acordes con la época, tampoco ajenos al sabor añejo de las grabaciones clásicas de los cinco de Dartford, el saxo de Miguel Slingluff, además de resaltar una tensión rítmica muy escorada hacia el mejor Bobby Keys, se amolda perfectamente en un ambiente de "little-big-band", y el acople del bajo de Eloy con la batería de Arturo Terriza (también seña rítmica del grupo) consolida el magnífico sonido de la grabación. Las voces, compartidas entre Johnny y Pepe Risi, han desechado el característico estilo del huido Toño Martín y se mueven en ricas tonalidades, festivas unas veces, agridulces otras, que resaltan en todo caso una lírica básica, dejándose, gracias al trabajo de producción de Maurizio Gaudenzi, escuchar con no disimulado placer.

Y en las letras y textos viene a ocurrir prácticamente lo mismo. Frente a la tontuna de los motivos festivos y exóticos de gran parte de los grupos de la nueva-ola, Burning en ese año de 1984, continuando con su trayectoria lírica desde una década atrás, siguen reflejando fielmente los escenarios urbanos relacionados con su propia historia; habitantes de los barrios que les vieron crecer y desarrollarse como roqueros militantes (La Latina, Las Ventas, Torrejón, Chueca...), y las vivencias personales que en ellos tuvieron. Los planes del atracador y sus esperanzas de una mejor vida ("Esto Es Un Atraco"), relatos carcelarios, anhelos de libertad y represión policial ("Johnny El Seco" y "Tú De Azul Yo No"), memorias y homenajes a protagonistas desaparecidos y a las drogas duras ("Cristina" e "Y No Lo Sabrás"), la magia previa al concierto de rock & roll ("Corazón Solitario"), la nostalgia sentimental ante la ausencia femenina y la ruptura ("El Sueño De Tu Sonrisa", "Una Noche Sin Tí" y "Nena").

Tampoco mengua para nada su status actual de banda de culto (referida aquí a aquellos momentos donde se consolidó su mejor alineación posible como grupo con el terceto de Toño, Pepe y Johnny; en ése año 1984, en sus "Noches de Rock & Roll", exclusivamente con los dos últimos miembros después de la salida de Toño Martín), si atendemos estrictamente a la propia historia y referencias que ofrece para el interesado la trayectoria de Burning. Su participación en el mítico concierto de "La Cochambre" en Julio de 1975 ("Festival de Música Pop de la ciudad de Burgos"), su legendario bolo con Dr. Feelgood en Madrid en 1977, su previa participación en el "European Pop Jury" (con gente como Marc Bolan y Gary Glitter), la inauguración de la sala El Sol (aunque esta actuación es posterior, año 1979, y aun se discute si la hazaña la llevaron a cabo ellos o unos primerizos Nacha Pop), su presencia en una filmografía de época ("Que hace una chica como tú en un sitio como este" de Fernando Colomo y "Navajeros" de Eloy de la Iglesia). Igualmente queda más que enriquecido el curriculum de la banda cuando mencionamos a aquellos personajes de la escena musical del momento (su década de oro, 1974-1984) que pasaron, dejando huella permanente, por su camino. Gonzalo García Pelayo (locutor radiofónico, productor y director de cine), Vicente "Mariskal" Romero (hombre de amplio espectro musical también), Eduardo Haro Ibars (poeta y escritor "maldecido", como gustaba ser reconocido), Loquillo, aquel colega barcelonés que, anecdóticamente,  reivindica su presencia en alguna de las interminables fiestas nocturnas con la banda (aquella única y penúltima luz que aparece encendida en los áticos del edificio de la Torre de Madrid, [ver anverso y reverso de la carátula del disco], así lo atestigua.


La existencia de Burning, transcurrida esa década de oro que culmina con este "Noches de Rock & Roll", se consolidará como la de un grupo que, por razones inherentes a la propia banda y por decisión de la mayoría de los medios, quedará alejado de las modas y corrientes imperantes por entonces. Su rock canalla, macarra, castizo y chulesco no casará, o lo hará forzadamente, con los estilos vigentes antes de llegar al ecuador de la década. Y lo que resulta curioso es que la personalidad musical de la banda, a poco que uno escuche con mediana atención al grupo, se acopla más que bien a las corrientes reinantes tanto a final de los 70 ("El Final De Una Década") como en la primera mitad de los 80 ("Noches De Rock & Roll"). Su exclusión de la "modernidad" fue un grave perjuicio comercial. Inconveniente que afianzó, para bien y para mal, su itinerario anterior y forjó su futuro más inmediato. Me quedo, y es una opción muy personal, con éste Burning de los perdedores, aquellos que se irguieron sobre sus cenizas rechazando la tramposa mano de los vencedores.
















5 mar 2015

VUELTA DEL PEREGRINO




COB                      "MOYSHE MCSTIFF AND THE LANCERS OF THE SACRED HEART"

Y bajamos a la nave,
Enfilamos quilla a los cachones, nos deslizamos en el mar
Divino, e
Izamos mástil y vela sobre aquella nave oscura,
Ovejas llevábamos a bordo, y también nuestros cuerpos.
Desechos en llanto, y los vientos soplaban de popa
Impulsándonos con hinchadas velas. (1)

Clive Harold Palmer comenzó un viaje iniciático desde Glasgow hasta Kabul después de la grabación del primer album homónimo de The Incredible String Band en 1966. Me gustaría imaginar su travesía desde Dover a Calais,  apoyado en una gran balaustrada de proa, mientras un viento frío y húmedo como la sidra vieja azotaba su cara y, aunque sus pulmones aun no aspiraran el perfumado humo de Oriente, también me deleitaría ideando un escenario semejante al del viaje de los cruzados ingleses en el siglo XIII. El mito de la reconquista del Jerusalén mancillado por el Islam, contiguo a la peregrinación de un joven músico de 23 años buscando algún nuevo origen en la música.

Comienza así, él aun sin saberlo, la fascinante expedición que animará el segundo trabajo de una de sus posteriores bandas. Hablamos de COB (Clive´s Original Band) y de su postrer disco de 1972, "Moyshe McStiff and The Tartan Lancers of The Sacred Heart", un viaje de ida y vuelta que nos transportará por la Baja Edad Media, el Afganistán libre entonces de rusos y yihadistas, la India de Indira Gandhi, el refugio en Rodas de los Templarios y, ya de regreso a Albión, la campiña y la costa de Cornualles. Nada importan los distintos siglos que nos sirvieran como decorado histórico, todos ellos estarían mezclados en un cúmulo de acontecimientos que, paso a paso, formarían el germen de una de las obras más singulares en la crónica de la música folk inglesa. Esta es la breve historia del viaje de vuelta y el establecimiento de Clive Harold Palmer en la bella región meridional inglesa.


Estamos ya en 1968 y el flaco y espigado Clive, aquejado también de cojera sistemática (lo que le daba una figura más avejentada de la que realmente tenía), se muda a Penzance, el pueblo costero más sureño de la península de Cornualles. Allí, al abrigo de un ambiente típicamente marino y campestre, se habían establecido desde principios de la década de los 60 comunidades de artistas e intelectuales beatnicks que otorgaban al entorno, con el beneplácito de la mayoría de los habitantes oriundos, un ambiente de cierta liberalidad de costumbres, excentricidad calculada (tan querida por una parte de la sociedad inglesa) y refugio frente al conservadurismo imperante. Clive, un músico ya de relativo prestigio por su primera pertenencia a The Incredible String Band, se dedica a la fabricación de instrumentos musicales de cuerda y viento y, en el aspecto artístico, se deja ver con su antiguo camarada Wizz Jones en el Folk Cottage de Mitchell, uno de los pocos y singulares clubs de la zona.

Al calor de ese Folk Cottage irán paulatinamente apareciendo músicos como Henry "the jug" Bartlett y Pete Berryman con los que, acompañados a la voz de Jill Johnson, formaría poco después The Famous Jug Band,  formación que grabaría un único album, el "Sunshine Possibilities", con el sello Liberty en verano de1969. A partir de ese momento no se disponen de demasiados datos de nuestro personaje ya que, parece ser debido a problemas personales, se ausenta una corta temporada y deambula por las calles de Londres y Edinburgo. A su vuelta a Cornualles el resto de la Famous Jug Band ha decidido, de forma unilateral, prescindir de los servicios de Clive y éste determina embarcarse en otras aventuras. La primera es la formación, junto a sus amigos Mick Benett (voz), John Bidwell (banjo y guitarra) y Tim Wellard (guitarra), de la banda The Stockroom Five que, bajo la influencia de la corriente folk americana, se aplican en dar su versión del country de raíces apalachianas. La segunda intentona, ya en la primavera de 1970, nos presenta al trío de Clive, Mick y John al frente de un nuevo grupo, The Temple Creatures.

Importante destacar a estos últimos mencionados , The Temple Creatures,  ya que no solamente van a suponer el eslabón entre The Stockroom Five y COB, también van a constituir el antecedente más próximo y directo del sonido de la futura Clive´s Original Band. Aparecerán aquí por primera vez las influencias orientales (extensivo incluso a la ascendencia ruso-eslava y árabe) en la música de la banda, tanto respaldada por los viajes a la India y Afganistán de Clive como por las numerosas excursiones realizadas a Marruecos por Mick Benett. Esta presencia externa, felizmente asimilada por ambos músicos (y muy novedosa en el folk europeo de los primeros 70), no se circunscribe exclusivamente al espíritu y nervio propiamente lírico de las áreas geográficas que abraza, si no que también cuaja indefectiblemente en unas playas y orillas, las de la península de Cornualles, donde el anterior ascendiente tolerante de la comunidad beatnick ha abierto la puerta a la inmediatamente posterior congregación hippy, propensa a abrazar el más extravagante y remoto influjo étnico.

No sería justo avanzar hacia el siguiente capítulo en la formación ya definitiva y desarrollo musical de COB (Clive, Benett y Bidwell) sin hacer una breve mención a la familia de Denys Val Baker y del compositor Ralph McTell. Los primeros, núcleo cenital del escritor del mismo nombre y pater-familias a la vez de una extensa familia artística y proto-hippy, porque significaron el pesebre hogareño de gran cantidad de músicos en la escena mid-sixties de Cornualles, no lo olvidemos, por entonces zona emparentada con los efluvios lisérgicos y liberadores de la lejana California. Hay documentos gráficos de la época (1970), en las que aparece la heredad de los Val Baker, The Sawmills (un delicioso paraje en la orilla del río Fowey), convertido posteriormente (1974) en encomiado estudio de grabación; el segundo,  Ralph McTell, músico, autor lírico y amigo de Clive desde su desembarco inicial en Cornualles además de, no menos importante, enlace, gracias a su manager Jo Lustig,  con los más prestigiosos sellos discográficos de la ciudad de Londres.


En 1971 éste mencionado Jo Lustig firma un contrato con el sello CBS para proveerle de material enmarcado en lo por entonces se empezaba a conocer como folk progresivo. Ralph McTell ofrece a Clive, Mick y John la posibilidad de grabar un album y estos, ya por primera vez con el nombre de COB, Clive´s Original Band (aprovechando el nombre de Clive como miembro fundador de la Incredible String Band) aceptan la propuesta y graban su primer Lp titulado "Spirit Of Love". La banda recién formada se embarca en una serie de giras promocionales acompañando a un Pentangle de cuyo líder, Bert Jansch, Clive había sido compañero en sus primeras correrías por el brillante Edimburgo de 1962. El disco, excelente de acuerdo a las críticas de Melody Maker, vende poco y la banda, alejada de la corriente comercial del pop de aquel tiempo, acepta como compensación la grabación de un single con dos temas, "Blue Morning" y "Bones" que, aunque tienen giños evidentes al mainstream de las listas, guarda aun el secreto de un folk extraño y singular.

Del sello CBS pasan a Polydor en 1972 y graban el Lp objeto de esta entrada, el incomparable "Moyshe McStiff and The Lancers of the Sacred Heart". Un título que evoca bajo el nombre del protagonista el origen hebraico-escocés del cantante Mick Benett y de Clive Palmer y John Bidwell, como los Lanceros del Corazón Sagrado. Además, y aquí recordamos los primeros párrafos de la entrada, resaltar la preciosa portada del disco (muy de la época) que nos retrotrae a los tiempos de la Inglaterra del siglo XIII, cuando los caballeros cristianos retornados de la VII Cruzada servían como arquetipo en la figurada lucha contra el mal, aquí representado por el avieso dragón secuestrador y carcelero de la virgen (?) doncella. Ellos, como tres valerosos lanceros que, suposiciones que a estas alturas se permite el narrador, bien podrían emular a un Edmundo de Lancaster (auténtica rama Plantagenet) y sus escuderos. Portada que, para el que le interese saberlo, fue encargada a Paul Whitehead , autor de otros celebrados trabajos para High Tide, Andrew Leigh y Genesis ("Nursery Crime" y "Foxtrot").

Y al introducirnos en este "Moyshe McStiff" (como es popularmente conocido, evitando así lo extenso de su título) es cuando esa suma de sensaciones que comentábamos al principio de la entrada aparecen. La idea matriz del peregrino que vuelve a casa, bien sea en la figura de un caballero cruzado o de un Clive Palmer retornando desde Afganistán y la India, anhelando contemplar de nuevo su gente, su pueblo, el barullo del mercado y el olor del heno mojado, también los recuerdos de una niñez pasadas al calor del fuego hogareño. Todo ello rodeado por una suerte de salve agradecida que emula, como trasfondo del escenario, un espacio temporal de reconocimiento divino por el regreso con vida a la patria que, además, queda compensado en su vertiente más laicista por el ensalzamiento del amor humano como verdadero motor de la historia. Una verdadera loa a la fraternidad terrenal que, en el momento en que se produce (el hippismo todavía presente en 1972), no puede dejar de considerarse como el producto adecuado en el momento y lugar más idóneo.


Gran parte de las canciones que componen este "Moyshe McStiff" están construidas sobre material puramente religioso, bien sea en salmos de referencias bíblicas o en semblanzas ligadas a la pura imaginería sacra. Las creencias más íntimamente ligadas con la devoción, con la recitación salmódica y el misticismo se suceden en una casualidad de iniciación apta para aquellos interesados en traspasar los límites de lo puramente convencional y profano. La poesía clásica, entroncada a veces con raíces culturales greco-latinas, sirven también de inspiración en algunos de los temas. Todo acontece en armonía de tránsito espiritual que busca, al amparo de un tantra contemplativo, una revelación y una purificación, la propiciada por la Cruz Cristiana, la Estrella de David o el Santo Grial. Un himno, una elegía en definitiva, a la belleza humana redimida por el Amor, el eterno vínculo que destruye incluso las horas más hirientes. ("Vulnerat Omnes, Ultima Necat") (2).

Todo ello adornado por una instrumentación que congrega los cánones rítmicos del más genuino folk anglosajón con claras influencias orientales, árabes, ruso-eslavas, hindúes y africanas. Los instrumentos propios del folk europeo más tradicional, guitarra, banjo (la escuela victoriana del siglo XIX), flauta y armonio, vientos, clarinetes, dulcitar (un invento propio de Clive y Mick que suena como un sitar atemperado), junto a balaikas, tablas y percusión (en las gentiles manos de las hermanas Genny y Demelza Val Baker, auténticas musas ocultas de la grabación) se usan con tal tono y ritmo melódico, a veces rompiendo con tenue belleza la armonía inicial, que más pareciera asistiéramos a una celebración conjunta de todos los solsticios. La voz de Mick Benett, una de las grandes protagonista del disco, otorga al album un aura de convencimiento tal que creyéramos su interpretación como eco de los lejanos Cuentos de Canterbury.

I have no news to bring you, said the messenger
The rain goes to the river just the same
And still I watch you laughing in the garden
For the flame upon the altar is still burning.
("Chain Of Love") (3)





(1) Canto I, Cantares Completos, Ezra Pound.
(2) Memorias, Pío Baroja
(3) "Moyshe McStiff and The Lancers of the Sacred Heart"



Entrada dedicada a Clive Palmer y Alfonso Elías de Tejada.