Basta una hora en la sombra de las hasta ahora 569.400 vividas para encontrar el verdadero significado de las ciénagas, tan solo basta una hora. Los paisajes interiores tienden a asemejarse, tozudos unos tras otros, en su interminable cadena de oscuridad. Existe una equivocada creencia en virtud de la cual mientras la salud no contenga sombras negras todo va bien, pero debo decir que no es así, no es cierto, porque lo importante ocurre en el transcurso de un baile de salón, donde los pocos rayos de luz que se cuelan entre las ramas de las palmeras dejaron hace tiempo de vibrar. Las salamandras robaron el escaso aire existente en el local, antes lleno de humo, de noche, las paredes y las lámparas cayeron, el motor del barco no dio más de sí, se gripó, nos quedamos varados en los bajos de un estuario azul cobalto. Sucedió algo así como si de las manos cuarteadas de un leproso empezarán a brotar de nuevo las cicatrices. Aparecieron en un callejón medallas conmemorativas, comprensibles solamente para los rentistas de aduanas jubilados, llegaron a publicarse en la prensa del día extraños artículos homenajeando a las cobayas, antiguas huéspedes de los laboratorios clausurados. También para ellas quedó un sabor amargo de desinfección gaseosa, de guerra perdida.
Andaba esa misma tarde ocupado leyendo manuales de ingeniería, sin ningún interés, solo por el hecho de pasar el rato, cuando cayó una breve tormenta seca. Abrí la ventana para poder oler esas ráfagas de ceniza mojada que me recordaban (ahora, una vez más) a las viñetas en blanco y negro de Jacques Tardi. Predije entonces mi futuro más cercano y decidí, cuando la lluvia hubo cesado y el cielo quedó metálicamente plano, coger la cámara fotográfica y acercarme hacia los suburbios de la ciudad. Una vez allí, y antes de comenzar a disparar -les evitaré la crónica de un desplazamiento en donde, como era de esperar, no ocurrió nada excitante-, necesité un tiempo para empaparme de la sordidez del lugar. Vuelve de nuevo a caer esa agua sucia que parece acompañar desde siempre los decorados más desfavorecidos, creando pequeños charcos debajo de los coches abandonados, llenándolos de grasa coagulada. Desde los tejados de una casucha una pareja de lagartos corrieron a refugiarse del aguacero. En un cercado próximo se oyó un repentino cacareo de gallinas. Del suelo mojado se levantó un tufo de coliflor podrida, una hilera de mosquitos me ataca en formación de columnas cerradas, comienzo a dar manotazos al aire, desordenadamente, como es mi costumbre.
Después de la tormenta, el cielo se va abriendo paulatinamente en manchones de color violeta, las pocas nubes que quedan convocadas lo hacen sin saber aun qué papel jugar, parecen desplazadas en un escenario que vaticina próximas catástrofes. El horizonte, entrecortado por ruinas de paredes desvencijadas, de escombros, de árboles quemados, conforma a ras del suelo la imagen de una ciudad desbastada. Sobre sus perfiles se dibujan lineales de tinta china, corrida. Luces de neón en cortocircuito -y destellos brillantes de envoltorios de plástico caducados-, resplandecen al alcance de cientos de insectos que revolotean desordenadamente.
Fue entonces, mientras estaba buscando en el bolsillo de mi pantalón la última onza de chocolate con almendras, cuando apareció ella. Supe que se trataba de una enorme rata gris porque -lo aprendí cuando trabajaba limpiando las letrinas del parque zoológico-, ninguna alimaña se mueve en semejante escenario como ella, con el sigilo propio de una depredadora hambrienta. Estaba acuclillada en el suelo, esforzándose en desmenuzar alguna presa reciente que, en principio, no acerté a describir. De su garganta salía un murmullo parecido al motor de un avioncito lejano. Sin dudarlo un instante, me acerqué y extendí hacia ella mi brazo izquierdo, ofreciéndole la onza de chocolate. Sorprendida, reculó rápidamente hacia un cercano zaguán hundido, levantó sus patas delanteras (antes me miró con una cara que temblaba como la gelatina) y realizó con el morro un completo giro circular. Yo temblaba también, no me importa confesarlo, cuando cogí la cámara y me dispuse a disparar. Creo que el fogonazo del flash me asustó más que a ella, caí hacia atrás, tuve en ese momento una sensación parecida a la de haber apretado el botón rojo del holocausto final.
Recuerdo haber despertado dos o tres días después en la cama de un hospital de 15 pisos de altura, en el mismo centro de la ciudad. Los médicos que me atendieron de diversas quemaduras en los ojos, manos y antebrazos me comentaron haber pasado algo más de 48 horas inconsciente, aletargado en una especie de estado de parálisis que, según confirmaron más tarde, favoreció la cura de mis heridas. Tampoco dejaron de sorprenderse al comprobar que apenas hizo falta el aplicarme anestesia ya que toleraba, sin ninguna queja, la extracción de decenas de pequeñas esquirlas incrustadas en las zonas afectadas de mi cuerpo. Las enfermeras que me atendían -por su fuerte olor a cerveza deduje que debían ser sajonas-, también hablaban de una cámara fotográfica por la que yo insistentemente preguntaba. A las 72 horas me dieron el alta en el hospital. Salí esa misma mañana, muy temprano, caminando por mi propio pie. Me despedí del guardia de la puerta. Nadie me esperaba fuera, así que paré el primer taxi y pedí al conductor que me llevara al cine más cercano, allí donde pusieran la primera sesión doble de la mañana.
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