Mañana me gustaría entrevistarte para el blog, le comenté (unas horas después la idea quedó confirmada en un WhatsApp que a continuación resumo). Propongo quedar en un sitio discreto, bajo la estatua del oso y madroño en la Puerta del Sol, punto cardinal desde el que podemos tomar cualquier dirección, conozco una tetería, cerca ya de Atocha, donde si hay suerte nos hacen la danza del vientre. No lleves ningún envoltorio de plástico encima, te cachearé para comprobarlo. No fue allí donde por fin nos encontramos y mientras divisaba su inconfundible físico me pareció contemplarle pensativo entre un plato de patatas fritas y el postre de su reciente jubilación. Ahí estaba y yo iba dispuesto a darle una paliza pero su abrazo de oso pidiéndome disculpas definitivamente me desarmó. Decidí a continuación exponerle parte del guión de la entrevista para de esa manera mantener su atención. La cervecería Santa Bárbara estaba tan repleta de gente que no era raro ver cómo los camareros (uniformados con su tradicional chaqueta, camisa blanca y corbata negra) tropezaban unos contra otros a lo largo del estrecho pasillo central. Los grandes espejos de las paredes reflejaban una decoración más del gusto del XIX, dominaba el color rojo tiziano sobre el terciopelo de unas butacas ya algo desgastadas, la luz del local se enroscaba en la caracola blanca y dorada de las antiguas escaleras austro-húngaras.
Algunos aseguran que hubo un tiempo en que los hombres se miraban a los ojos y se entendían, así, por las buenas, sin palabras, pero el inspector Martínez pensaba que eso debió ocurrir hace ya unos cuantos siglos; hoy la gente habla y habla para no decir nada, se esconden detrás de sus voces para disimular su ignorancia, como si fueran un escudo contra la caries mental. Encendió otro cigarrillo, tengo que dejar esta mierda, me está matando, masculló mientras tentaba con la lengua las llagas de su paladar superior. Y este hijo de puta, este que se cree que por tener un bar de moda ya está por encima del bien y del mal, cabronazo, no ayuda nada, con esa mirada de corcho podrido por el alcohol, nos niega lo que todos ansiamos saber ahora, nos oculta la única pista por la que posiblemente podamos averiguar algo. Los aros de humo del inspector Martínez salían a borbotones desde sus finos labios, las pequeñas ondas iniciales alcanzaban su máximo diámetro antes de llegar al techo, olió la nicotina impregnada entre sus dedos antes de atusarse la perilla, quiso carraspear pero le pareció fingido. Se acercó después a la bombona de agua colocada en una esquina del pasillo, la madre los parió, tampoco han repuesto los vasos hoy, y este idiota sigue ahí sentado, confiando salir en cuanto aparezca su abogado. Aspiró la última calada de su Lucky para aplastarlo a continuación en un repleto cenicero de cristal, el expediente seguía abierto encima de la mesa y allí se encontraba la fotografía.
Tienes que aguantar, aguantar ¿entiendes?.... Si, yo soy ese hijo de puta, el cabronazo idiota propietario del bar de moda del que habla el inspector Martínez. Aquí me encuentro, en una de las comisarías del barrio de Salamanca, en este cuartucho de apenas... (duda en ese momento sobre la expresión más exacta) 10 metros cuadrados; helado, sin calefacción, rodeado por cuatro paredes desnudas y una puerta cerrada a cal y canto; parece como si mi fortaleza se escurriera entre el gotelé de estas paredes para caer al suelo lentamente. No pienses en ello, tienes que aguantar...; antes de nada, toma conciencia de tu situación, no le mires a los ojos, haz lo posible por mantenerte alejado de su mirada, fíjate solo en su boca, incluso en ese maldito perfil judeo-masónico que tanto te repugna. Y mientras esto ocurre no puedo dejar de preguntarme, qué demonios hago yo aquí, qué es lo que ha pasado realmente. Esos dos tipos aparecieron en el bar, escogieron la única mesa disponible al lado de una de las ventanas, no los había visto nunca por el local. Me pasaron la comanda de Roni, una cerveza y un gintónic de Beefeater, les miré de soslayo, uno de ellos, el de la barba, sacó un papel y empezó a escribir, parecían muy animados, nada anormal en una tarde previa a los días de Navidad. El bar se encontraba entonces prácticamente lleno, más aun en la zona interior, donde un numeroso grupo de americanos trasegaban unas cuantas botellas de Rioja. En la barra, en el extremo cercano a la mesa de esos dos tipos, recuerdo haberla visto. Me pegó un subidón, lo confieso.
¿A qué viene todo este revuelo, cual es la razón de esta historia?, se arrellanó en el sofá, junto a la chimenea, desde allí podía contemplar la enorme estantería de caoba del salón (completa la colección del National Geographic desde los primeros años 50), su lugar favorito en la casa familiar de la calle Pinar, una bellísima travesía en cuesta hacia María de Molina, rodeada por los palacetes que albergaban la embajada portugesa y el Colegio Alamán. Allí llegaron desde Bilbao a finales de esa década, él apenas contaba entonces 5 ó 6 años. Apuesto que seguramente vieron las comitivas de Eisenhower del año 59, las de Nixon y Ford tiempo después, la de los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins recién descendidos de la Luna, doblando por la plaza del Marqués del Duero hacia Colón. Si alguien me pidiese declaración, y tan solo en caso de apertura de expediente administrativo, solo diría que el autor del texto me citó para hacerme una entrevista; que quedamos por la zona del barrio de las Letras pero que (he de reconocerlo, debido a la fuerza mayor de una inacabable sobremesa) yo le propuse anticiparnos y vernos en la cervecería de Santa Bárbara. Allí se presentó y nos dimos un abrazo, pidió un doble de cerveza negra mientras me explicaba el motivo de nuestro encuentro. Recuerdo que comenzó a preguntarme cosas extrañas, sin mucho sentido, y que yo me limité a seguirle el juego.
El inspector Martínez abre la puerta de la sala V605 y procede al interrogatorio final. El dueño del local de moda se encuentra sentado enfrente de la cámara de seguridad, su cara refleja ya el cansancio propio de tantas horas perdidas. Se miran sin verse, el inspector deja caer con fuerza el expediente sobre la mesa, ¡te voy a cantar las cuarenta, cabrón!. El idiota del local (sin duda asustado por el ruido) se atreve a pedir un vaso de agua; hoy no hay agua ni hostias (por una vez el inspector Martínez dice la verdad), me vas a decir de una puta vez qué pasó entre las 9 y las 10 y media de esa noche mientras le muestra la foto. Allí se les ve, él detrás de la barra con un trapo entre las manos, la supuesta víctima al otro lado, sentado sobre un taburete, impecablemente vestido con su traje y sombrero blanco. ¿Qué pasó entonces?, ¡contesta, maldita sea!. ¡Nada, no pasó nada!, ese tipo se limitaba a quemar cosas, ¿qué cosas, no eran papeles o cartas entonces...?, no inspector, la carta que sostiene en su mano derecha es en realidad una tarjeta de visita profesional, el local está lleno de ese tipo de cartulinas, mire usted al techo y se dará cuenta. Al inspector (curado de desconciertos después de su segundo matrimonio con una mujer de Cali) le sube repentinamente un regüeldo con sabor a ajo colombiano y pregunta, ¿y qué ponía en la tarjeta?..., no recuerdo el nombre inspector, solo la profesión allí escrita, era..., periodista del The Guardian.
Debo aclararles que, por empeño personal del inspector Martínez, no hubo lugar a dar curso oficial al expediente abierto el día de autos (actualmente archivado en el Ministerio de Interior, sección Patrimonio Documental, pasillo 23F). Allí se encuentra la declaración de la supuesta víctima, tanto en lo que ésta relata sobre su antigua relación personal con el autor del texto como en lo relativo al contenido de la entrevista que le propuso. El temario de preguntas no deja de tener cierta incongruencia. ¿Recuerdas la primera persona que conociste sin conocerla previamente de nada?, ¿cual fue tu primera reacción mecánica al ser consciente de que no podías correr a gran velocidad?, ¿pensabas mientras comías?, ¿qué sentiste cuando escuchaste por primera vez "El Garrotín?, ¿cual es el número de tu DNI que menos te gusta?, ¿qué es lo más característico del ambiente de Madrid que encuentras en Bilbao?. Curiosamente de todas las respuestas transcritas por el entrevistado se deduce una clara querencia por su relación personal con el sexo femenino (incluidas las monjas de sus primeros años escolares); tanto es así que no le dolieron prendas al admitir representar su papel ideal como el de una mujer no procreadora, me encanta ser mujer, le comentaba al autor, mientras dirigía a Roni una mirada no incluida en la carta del restaurante de moda.
El inspector Martínez salió de la comisaría con todas sus pertenencias intactas, ¡ya es raro!, nadie ha metido mano hoy en mi taquilla. Hay constancia fotográfica en la que se le ve con el Jefe de Servicios Internos; parece mentira Martínez, después de más de veinticinco años de paz me la mete usted doblada, espere Barroso, recapacite, no tengo nada contra usted, todo lo contrario, pero necesito salir de esta pocilga cuanto antes, y tranquilo, nadie sabrá nada de lo nuestro... Un par de horas después, el dueño del local de moda (El Economato, calle Bailén 5) dejó la sala de interrogatorios, libre, sin cargo alguno. La supuesta víctima, aun adormilada en el sofá de su casa de Pinar, miraba el reloj regalo de su boda, cotejando el horario del último autobús de línea a Bilbao. El autor del texto piensa en reservar su mesa favorita en El Comunista para proseguir con la entrevista. Puede que les mantengamos informados.
A Javier Urroz.
¿A qué viene todo este revuelo, cual es la razón de esta historia?, se arrellanó en el sofá, junto a la chimenea, desde allí podía contemplar la enorme estantería de caoba del salón (completa la colección del National Geographic desde los primeros años 50), su lugar favorito en la casa familiar de la calle Pinar, una bellísima travesía en cuesta hacia María de Molina, rodeada por los palacetes que albergaban la embajada portugesa y el Colegio Alamán. Allí llegaron desde Bilbao a finales de esa década, él apenas contaba entonces 5 ó 6 años. Apuesto que seguramente vieron las comitivas de Eisenhower del año 59, las de Nixon y Ford tiempo después, la de los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins recién descendidos de la Luna, doblando por la plaza del Marqués del Duero hacia Colón. Si alguien me pidiese declaración, y tan solo en caso de apertura de expediente administrativo, solo diría que el autor del texto me citó para hacerme una entrevista; que quedamos por la zona del barrio de las Letras pero que (he de reconocerlo, debido a la fuerza mayor de una inacabable sobremesa) yo le propuse anticiparnos y vernos en la cervecería de Santa Bárbara. Allí se presentó y nos dimos un abrazo, pidió un doble de cerveza negra mientras me explicaba el motivo de nuestro encuentro. Recuerdo que comenzó a preguntarme cosas extrañas, sin mucho sentido, y que yo me limité a seguirle el juego.
El inspector Martínez abre la puerta de la sala V605 y procede al interrogatorio final. El dueño del local de moda se encuentra sentado enfrente de la cámara de seguridad, su cara refleja ya el cansancio propio de tantas horas perdidas. Se miran sin verse, el inspector deja caer con fuerza el expediente sobre la mesa, ¡te voy a cantar las cuarenta, cabrón!. El idiota del local (sin duda asustado por el ruido) se atreve a pedir un vaso de agua; hoy no hay agua ni hostias (por una vez el inspector Martínez dice la verdad), me vas a decir de una puta vez qué pasó entre las 9 y las 10 y media de esa noche mientras le muestra la foto. Allí se les ve, él detrás de la barra con un trapo entre las manos, la supuesta víctima al otro lado, sentado sobre un taburete, impecablemente vestido con su traje y sombrero blanco. ¿Qué pasó entonces?, ¡contesta, maldita sea!. ¡Nada, no pasó nada!, ese tipo se limitaba a quemar cosas, ¿qué cosas, no eran papeles o cartas entonces...?, no inspector, la carta que sostiene en su mano derecha es en realidad una tarjeta de visita profesional, el local está lleno de ese tipo de cartulinas, mire usted al techo y se dará cuenta. Al inspector (curado de desconciertos después de su segundo matrimonio con una mujer de Cali) le sube repentinamente un regüeldo con sabor a ajo colombiano y pregunta, ¿y qué ponía en la tarjeta?..., no recuerdo el nombre inspector, solo la profesión allí escrita, era..., periodista del The Guardian.
Debo aclararles que, por empeño personal del inspector Martínez, no hubo lugar a dar curso oficial al expediente abierto el día de autos (actualmente archivado en el Ministerio de Interior, sección Patrimonio Documental, pasillo 23F). Allí se encuentra la declaración de la supuesta víctima, tanto en lo que ésta relata sobre su antigua relación personal con el autor del texto como en lo relativo al contenido de la entrevista que le propuso. El temario de preguntas no deja de tener cierta incongruencia. ¿Recuerdas la primera persona que conociste sin conocerla previamente de nada?, ¿cual fue tu primera reacción mecánica al ser consciente de que no podías correr a gran velocidad?, ¿pensabas mientras comías?, ¿qué sentiste cuando escuchaste por primera vez "El Garrotín?, ¿cual es el número de tu DNI que menos te gusta?, ¿qué es lo más característico del ambiente de Madrid que encuentras en Bilbao?. Curiosamente de todas las respuestas transcritas por el entrevistado se deduce una clara querencia por su relación personal con el sexo femenino (incluidas las monjas de sus primeros años escolares); tanto es así que no le dolieron prendas al admitir representar su papel ideal como el de una mujer no procreadora, me encanta ser mujer, le comentaba al autor, mientras dirigía a Roni una mirada no incluida en la carta del restaurante de moda.
El inspector Martínez salió de la comisaría con todas sus pertenencias intactas, ¡ya es raro!, nadie ha metido mano hoy en mi taquilla. Hay constancia fotográfica en la que se le ve con el Jefe de Servicios Internos; parece mentira Martínez, después de más de veinticinco años de paz me la mete usted doblada, espere Barroso, recapacite, no tengo nada contra usted, todo lo contrario, pero necesito salir de esta pocilga cuanto antes, y tranquilo, nadie sabrá nada de lo nuestro... Un par de horas después, el dueño del local de moda (El Economato, calle Bailén 5) dejó la sala de interrogatorios, libre, sin cargo alguno. La supuesta víctima, aun adormilada en el sofá de su casa de Pinar, miraba el reloj regalo de su boda, cotejando el horario del último autobús de línea a Bilbao. El autor del texto piensa en reservar su mesa favorita en El Comunista para proseguir con la entrevista. Puede que les mantengamos informados.
A Javier Urroz.
En los cruces de personas y escenarios como este, tal vez sean muy apropiados los temarios con ese tipo de preguntas. Temarios para mundos paralelos, o algo así. Muy instructivo todo.
ResponderEliminarSi, hay tres protagonistas entrecruzados en distintos escenarios, pretendiendo crear una historia algo absurda, en concomitancia con el tipo de preguntas de un entrevistador que se convierte en el cuarto personaje del relato.
ResponderEliminarGracias y saludos,
Javier.
Cortázar,Borges,Beckett, el Cristóbal Zaragoza de "Un muerto en la 105" e incluso "El regreso de Teresa" vienen a mi mente leyendo tu hermoso relato, Javier. No sé si callejón sin salida o historia circular.
ResponderEliminarAbrazos.
Cristóbal Zaragoza..., leí hace muchos años su "Y Dios en la última playa" y no guardo un recuerdo demasiado favorable, tergiversado quizá por la cada vez más preocupante falta de memoria. En cualquier caso, con Zaragoza y las demás comparaciones te has pasado cuatro pueblos. Pretende más bien reflejar la cotidianidad elevada al absurdo.
ResponderEliminarAbrazos,
Javier.
Por cierto, ¿esa cita de "El recuerdo de Teresa" de quién es?...
ResponderEliminarEspero que nos tengas informados, Javier. Este tipo de relatos tan jugosos, así como esas preguntas tan absurdas, me son muy cercanos. Me ha parecido muy bueno el texto.
ResponderEliminarSaludossssssssss
Gracias Bab. Dependerá del bilbaino, ya sabes que son muy suyos.
EliminarSaludos,
Javier.
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