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28 abr 2015

SOÑANDO SEVILLA




VENENO                            "VENENO"
He llegado a Sevilla a las 7 y media de la tarde después de un bochornoso e interminable viaje y me dispongo a tumbarme, medio muerto de cansancio, en lo que parece la mullida y confortable cama de un hotel de dos estrellas. Casi 9 horas de viaje, con un descansito incluido, por la Nacional IV en pleno mes de Julio pueden con cualquiera, y aunque estoy (he de decirlo en mi favor) más que acostumbrado a conducir en itinerarios largos, no dejo de encontrarme realmente reventao. Una temperatura africana me ha perseguido inmisericorde desde la salida, el asfalto de la carretera reflejando a ras de su firme los espejismos temblorosos de la ola de calor, interminables kilómetros de líneas blancas y amarillas, anuncios de cognac Veterano y promociones inmobiliarias, además de infinitos convoyes de camiones matrícula de Albacete. La radiocasete me ha dejado de funcionar a la altura de Puerto Lápice cuando sonaba el "Animals" de Pink Floyd y, casualidad del destino, una vieja furgoneta belga, llena de pertrechos y de moros, atropellaba en ese preciso momento a un pobre can que cruzaba lentamente la carretera, como si ya estuviera harto de su perra vida. (Su cuerpo se elevó elegantemente por el cielo, como el cerdito de la portada, hasta caer desmadejado junto a un viejo poste de teléfono).

Total que he soltado la maleta allá donde no indican los manuales del buen conportamiento, me he quitado las botas vaqueras y me he dejado caer sobre la cama como un saco de patatas. Debo decir que llevaba preparando este viaje a Sevilla, mi primer viaje a la capital andaluza, desde hacía mucho tiempo. No tenía a mano en ese momento el bloc de anillas donde estaban apuntados todos los lugares (la mayoría de ellos bares y tabernas) que mis amigos me habían recomendado como de imprescindible visita y, junto a él, recordaba que coloqué un manejable mapa de la ciudad. Allí, por gentileza de El Corte Inglés, se señalaban además los lugares turísticos más famosos de la ciudad a los que, con la pausa de un enamorado previo del paisaje urbano sevillano, pensaba dirigirme. Daba igual. En un breve instante me entró un sueño narcótico, tan felizmente tenue que aun le dio tiempo a mi otro yo, el turista que casi siempre pierde, para recordarme inexorablemente mi deber de salir y empezar a conocer la ciudad. Fue entonces cuando el otro yo mío, el que resulta casi siempre vencedor, se dijo "pa tí pa tu primo"..., y se dispuso feliz a soñar Sevilla.

Lo primero que escuché fue una alegre rumbita que hundió mi cuerpo todo como si fuera una invocación maqbara: "El calor me mata / La lluvia me pervierte / Cuando nieva en Sevilla / Me gusta verte" ("Canción antinacionalista zamorana") y reconocí satisfecho la voz de Kiko y las guitarras de Raimundo y Rafael Amador en su disco "Veneno". Esa "nieve en Sevilla" (sic) se me hizo real de tan imposible y me dio la impresión que refrescaba mi rostro, hasta entonces todavía pegajoso pero no del todo embotado. "-Ahi-", me dije, "si yo a estos pelajes los conozco. Veneno, quillo,...tela guapa". Y así fue como, sin apenas quererlo, quieto y abandonado, deduje que mis primeras impresiones de Sevilla iban a estar formadas por ensoñaciones musicales, las mejores posibles además. Dejaron de importarme ya definitivamente las tenebrosas llamadas de atención del excursionista frustrado que, aun escondido entre las primeras legañas, intentaban reanimarme. En esa mi primera tarde en Sevilla mi destino estaba claro, al sueño profundo de Morfeo le antecedería la hipnosis, aquella herramienta que haría posible el recuerdo del mejor grupo andaluz de la Sevilla de entonces.

Estoy escuchando el palique de las vecinas del barrio de Nervión, aquí mismo, cerca de donde me alojo, hablando de la mala suerte de la madre del José María, "-si muhé, er jipi ese q´a venío d´América hase ná y ya s´a ío pa la Canaria a tocá la guitarra-, er que llaman er Kiko...-". Así es, las respondo yo desde mi nebulosa; efectívamente, el Kiko (José María López Sanfeliu, nacido en Gerona, "ad maiorem gloriam Cataluniae"), inspirado por un ansía terrible de libertad ("y el fuelle de rebeldía necesario", oigo que me susurra el senderista fracasado), cogió la guitarra, un billete de avión para Estados Unidos y allá que se fue por el 74; y antes estuvo por Europa creo, por Suiza viendo a Frank Zappa en un concierto en Zurich, o por ahí. Y en América asistió a un concierto de Bob Dylan en Houston (el Dylan de "Planet Waves" entonces...). Hasta que llegó a San Francisco y allí coincidió con Agustín Ríos, un gaditano de Morón que le abre los ojos y le habla sobre la relación entre el flamenco y el rock. El chaval vuelve infectado por las nuevas corrientes culturales y musicales que empapan toda la gran nación americana, el rock y el blues sobre todo, y también se afianzan en su magín las ideas políticas y sociales que ya arrastraba de su época en la Facultad de Filosofía de Sevilla.


"¿Cuando entran en escena el Raimundo y Rafalillo Amador?", me pregunta el Rabrindanaz (ya el cachondeo me puede y he decidido poner este nombre al pelmazo del fallido peregrino). Bueno, pues mira, cómo que daré un saltito desde el barrio de Nervión y me iré al de las 3.000 Viviendas, al Polígono Sur concretamente. Allí viven los hermanos, bueno más que vivir van a dormir a su casa de vez en cuando. El caso es que se pasan todo el día tocando la guitarra de bar en bar por aquí y terminan por el centro de Sevilla. Algunas veces tocan en algún tablao flamenco o les pagan para ir de músicos en alguna juerga de ganaderos y señoritos de aquí, o van por la feria y las casetas tocando. Y lo que sacan, para un bocadillo y un taxi de vuelta a casa. Estos son los hermanos Amador que Kiko conoce en 1975, a su vuelta de Estados Unidos. Y a ellos les habla de su viaje, de la música nueva del mundo (..."sí, ese disco de Pin Floi, er de la vaquita, mu güeno") y les invita al piso que tiene en Nervión, encima de una farmacia, y allí empiezan a tocar en su nuevo estilo, mezclando el flamenco y el rock, con el blues y la psicodelia, ("todo bien fumao, antes de que llegara Bolleré qué papel", apunta sabiamente Rabrindanaz).

Dale, dale y dale que te pego. El piso del jipo Kiko es un piso franco donde no se hace más que darle al fumeque y tocar la guitarra. Se compone sobre la marcha. El Kiko aporta las letras, muchas de ellas parangón del mejor surrealismo posible (fruto de su educación universitaria y de sus lecturas, también de no sé cuantos canutos que van cayendo día a día y que terminan haciendo de la cabeza un fuelle acipotao). Por allí aparecen los gitanos y las gitanas, los primos y las primas (..."hay que ver cuantos primos tienen los gitanos, oye, son miles de millones", dice ahora Rabrindanaz), que no entienden una paparrucha cuando escuchan a The Monkees, Jefferson Airplane, The Beatles, Bob Dylan o la Incredible String Band. Pero es igual, allí lo que verdaderamente importa es la fiesta, el jolgorio permanente y cuando los músicos se quieren poner serios..."¡Ea!...tor mundo a su casa que vamo a ensayá". Desde luego que ensayan y lo que empieza a germinar entonces hace que el mundo se vuelva un torbellino y el mismo ojo del huracán queda muy cerquita del Estadio Sanchez-Pizjuán.

"Pos venga, que no vamo pa Madrí pa grabá un disco, lo q´hemo compuesto esto do úrtimo año". Año 1977; allá se van en el 4 Latas de Kiko, él mismo al volante con Raimundo, Rafalillo y Ricardo Pachón, el productor amigo y conseguidor del reciente contrato firmado con CBS. Llegan a los estudios Audiofilm donde les esperan los de siempre, sus músicos. "El Tacita" a la batería, Pepe Lagares al bajo, "El Manglis" guitarra de apoyo, Noel Mújica a la percusión y los palmeros "El Bizco Eléctrico" y "El Camas" ( a la sazón también cocinero del grupo). El primer día caos total. Las gitanas preparando el pucherete en la misma sala de grabación y a la otra que le da por partir una sandía encima del piano de cola del estudio, y los primos y las primas que han llegado también con su pipirrana. El segundo día, Ricardo Pachón decide que allí no se quede nadie más que los músicos y decide ("¡olé tus huevos!"..., se que piensa en este momento Rabrindanaz) echar sobre una taza de té un par de tripis, y "a currá t´or mundo". En ese segundo día quedan grabados los siete temas que componen el primer disco de Veneno. A la primera toma casi todos ellos, como si fuera en directo. El Ingeniero de Sonido, Luis Miguel González, no da crédito a sus ojos.

El disco, y este pensamiento me llega ya cuando empiezo a despertarme y la tristeza de dejar de soñar Sevilla se apodera de mí, apenas tiene éxito y no se venden inicialmente más allá de 500 copias. (A la fecha de este post ya llevan contabilizados más de 300.000). Un trabajo adelantado a su tiempo y que poca gente comprendió entonces, ("igualito que le pasó al Camarón con su "Leyenda del Tiempo", apunta el bueno de Rabrindanaz). Ya lo dijo al cabo de la grabación uno de los ejecutivos de la CBS: "O este disco es una gigantesca mierda o es una obra genial". La fórmula del más fresco y novedoso tratado práctico de fusión de flamenco y rock. Un disco que rezuma flamenco-rock-blues-psicodelia-funk-punk elevado a una potencia entonces desconocida; fabricado por unos chavales que oscilaban entre los 17 y los 24 años y que, con un desparpajo y genial atolondramiento, parieron el mejor disco de la historia de la música pop en España durante el siglo XX (Rockdelux y EfeEme dixit, no dejo de estar de acuerdo). 


La fiesta termina cuando los tres miembros Kiko, Raimundo y Rafalillo deciden terminar con la andadura de Veneno poco después de la grabación. Las obligaciones familiares (hijos incluidos) y la penuria económica hacen que tomen la decisión de dar sus últimos conciertos en la sala Villaroel de Barcelona y, después, vuelta a casa en el mismo 4 L de Kiko. Uno de los palmeros, "El Camas", recordaba como lo único que sacó en limpio de los cinco postreros conciertos en Barcelona fue una caja de frutas que robó en Aranjuez, camino ya de vuelta a Sevilla. Por robar, también tuvieron que vérselas en alguna que otra estación de servicio a falta de montante para el pago....Sigue la tostanera cuando me despierto. Son algo más de las 11 de la noche y preparo un baño de agua tibia. Me empeloto y le pido a Rabrindanaz me sirva un vaso con ginebra bien fría, hielo y una cortecita de lima. Ya sumergido en el agua empiezo a hacer planes para visitar los primeros bares esta misma noche.




21 abr 2015

SEPTIEMBRE DE 1989



YO LA TENGO                          "PRESIDENT YO LA TENGO"
Intento paralizar el momento presente a las 18:38 del martes 21 de abril de 2015 y seguir las recomendaciones de James Ellroy (Ensayo, El País, 18.04.15): "Ese es mi trabajo. Yo soy el tipo que rebobina las imágenes de los informativos y traduce las imágenes al papel. Soy un refugiado del ahora que vuelve al entonces. Soy el megalómano de sillón, lleno de efervescencia... El mundo de ahora es un lugar del que quiero esconderme. El mundo de entonces es un lugar que deseo abrazar". Ocurre que ignoro donde está ubicado en mi memoria el cajón del año 1989, 5 años después de ese "1984" antiutópico y prodigioso que tan magistralmente relató George Orwell. No podía entonces prever que la sociedad anunciada por el escritor inglés en 1949 se diera en toda su amplitud en la actualidad. Me pregunto qué es la actualidad cuando lo que pretendo es estar viviendo y hablando como lo hacía hace algo más de 25 años, en el año 1989.


Hace un par de días compré en Record Runner el último Lp de Yo La Tengo, "President Yo La Tengo". Parece que durante este mes de septiembre va a perdurar el mismo calor sofocante de los pasados meses y me refugio en la buhardilla. Lo combato con el aire acondicionado, en un leve susurro de condensadores japoneses, mientras recuerdo los días pasados en Barcenaciones y la lectura del doble veraniego de Ruta 66 (número 42). Allí apareció un breve suelto sobre la banda de Hoboken y, convencido como casi siempre por sus comentarios (y recomendaciones), pensé en hacerme con el disco a mi vuelta a Madrid. Tengo también fresca en la memoria la siempre importante lectura del verano, "La ciudad de los prodigios" de Eduardo Mendoza y la última película que vi hace unos días en los multicines de Majadahonda, donde vivo, "Sexo, mentiras y cintas de vídeo" de Steven Soderbergh, magnífica.

Espero como siempre a que sean las 7 y media de la tarde para servirme el primer gin-tónic. Me hará sudar, sin duda, pero aun así merecerá la pena sentir ese mareo neuronal que me produce un trago y otro hasta que, una hora después, ya me encuentre perfectamente a tono. Hace un rato me llamó Tere. Nos vimos con su marido Javier este verano en la preciosa casa familiar que tiene en Puente San Miguel, y hablamos allí largo y tendido sobre Robert Musil y su "El hombre sin atributos" mientras un perro orinaba en el tronco de un tejo. Recuerdo que Tere me miraba sin verme, y yo a ella también. Javier hablaba y hablaba y había una especie de paz del paraíso colonial en el aire. Bueno, eso ocurrió hace poco más de un mes justo antes de visitar a mis cuñados en Carranceja y jugar una partida de bolos montañés. Yo ya tenía ganas de volver a casa, no es que me canse Cantabria, simplemente echaba de menos los discos, la buhardilla y la botella de ginebra Rives.

"Los barceloneses, amigo mío, se darán con un canto en los dientes si el plan Cerdá se realiza algún día tal y como yo lo he sancionado, escribió al alcalde. Y en lo que a usted concierne, mi estimado alcalde, permítame recordarle que no entra en sus atribuciones determinar cuando un ministro está  o no está de guasa. Limítese Vd. a cumplir mis instrucciones y no me obligue a recordarle de quién depende su cargo en última instancia, etcétera, etcétera". Que bueno el personaje de Onofre Bouvila, cómo me agrada su ambición de poder; igual, ahora que lo escucho, que este primer tema que abre el "President Yo La Tengo", un soberbio "Barnaby, Hardly Working" que me deja boquiabierto por la osadía e intrepidez de su planteamiento, un fondo hipnótico de fuzz con ecos de sirenas y una brillante línea de bajo. "She smiled a smile uncomprehending / as he tooks his time, took his time / wore a hat, so he´d impress her.../". O esa guitarra muelle, haciendo estiramientos de gimnasia rítmica, en su siguiente "Drug Test", justo antes de un silencio maravilloso. "I wish I was high / brighter than nothing / smarter than nobody /I´ve wasted away.../"


Repaso una y otra vez la imagen de la contraportada del disco, como si fuera a examinarla y le diera el 10 que pide y merece. Me parece increíble esa sensación conjunta de cercanía y alejamiento que me produce. Recuerdo ahora una impresión parecida cuando leía esta primavera a Heinrich Böll en "Billar a la nueve y media" y subrayaba algo tan bello como..."...riada, riada, siempre he sentido deseos de echarme al agua y dejarme arrastrar hacia el horizonte gris. Entra, tráeme felicidad, pero no me beses...". Pienso de inmediato en obligarme a escribir algún poema cuando escuche otra vez "The Evil That Men Do"; la primera parte instrumental, intenta construir un andamio sostenido con agujas, tan leve que parece que volara con el mismo soplo de la letra posterior. Tan simple como "It´s a lot of time / for a man who walks on me /" y a continuación un tam-tam selvático y húmedo. Lo apunto en mi bloc de notas. "Orange Song", uno de mis temas favoritos del disco. Tengo que grabarlo en mi próxima cassette antes del viaje a Valencia, y ya me imagino el escalofrío de esa melodía al subir velozmente (es un decir con un Ford Mondeo que se mueve como un taxi) por la cuesta de Tarancón. 

Sube mi hijo Javier para decirme que en el colegio le han puesto como trabajo un comentario sobre el libro de Ortega y Gasset "Meditaciones del Quijote" (¡cómo le pueden poner a un crío de tan solo11 años ese tipo de deberes!, me pregunto sorprendido), mientras mi hija Marta aprovecha para colarse y decirme que ayer vio por la tele una serie nueva que se llama Los Simpsons y que le gustó mucho. La verdad es que intento no hacerles ni puñetero caso a ninguno de los dos (¡egoiiiista!) ya que, en ese preciso momento, Georgia Hubley está gimiendo sus dulces "ohhhh, ahhhh" de "Alyda" y no quiero perderme su romántica melodía. Termina la cara A y bajo al salón tarareando la canción para servirme el segundo gin-tonic. Mi mujer está hablando por teléfono con alguien (adivino por su tono secreto que debe estar dando consejo a alguna amiga con problemas...) y me mira con cara de "ya va la segunda copa..., ¿eh?..., como si no te viera".

Subo de nuevo, esta vez sintiendo mis piernas como alas, mientras me digo a mí mismo que "el mundo está muy malo, sin solución..." y que yo lo arreglo esto con la escucha de la segunda cara de este "President Yo La Tengo". Dicho y hecho. Ya suena la segunda versión larga del "The Evil That Men Do" y comienza un incendio parecido al que narraba nuestro amigo Juan Rulfo en su "El llano en llamas" leído hace un par de semanas. "De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos". Ese ritmo distorsionado de las guitarras (como de las archi-palabras del texto), acogiendo entre sus cuerdas ácidas el ruido de los colores revolucionarios mexicanos, ya puestos a divagar (los 10 minutos y medio del tema dan para unos cuantos sorbos de más), me atrevo a pensar que lo deberían poner como tema final en la próxima reunión de ventas de la empresa, ¡así como para encorajinarnos de verdad!


¿Qué voy a leer esta noche?. Seguramente me entrarán las dudas de última hora, dependiendo del grado alcohólico con el que me acueste. Me gustó el comienzo del libro que está ahora en mi mesilla ("Menos que cero" de Bret Easton Ellis). La introducción de "Cuando miro al Oeste, noto cierta sensación" (Led Zeppelin) y su comienzo tan sorprendente: "A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de Los Ángeles. Esto es lo primero que oigo cuando vuelvo a la ciudad. Blair me recoge en la terminal y murmura eso mientras su coche sale del aparcamiento. Dice. "A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de Los Ángeles". ¡Genial!, la misma frase pensada, hablada y escrita en apenas 7 líneas. ¡Esto es estilo!. Suenan los últimos acordes del cover de Dylan "I Threw It All Away", mínimo y simple, como si la despedida forzosamente tuviera semejanza con el beso de la madre en la cuna. "Love is all there is / and it makes the world go round /"; las líneas acústicas quedan embalsamadas por un ritmo lento y tenue. Tan leve que puedo escuchar nitidamente una potente voz que me reclama para la cena. Esta noche me toca a mí hacer la ensalada; es su venganza. 




15 abr 2015

HOMENAJE A "LE POILÚ" (Y A OTTO)



PIERRE LEMAITRE                            "NOS VEMOS ALLÁ ARRIBA"
"Todos los que pensaban que aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a causa de la guerra". Cae una leve y figurada lluvia sobre los campos fronterizos entre Francia y Bélgica, igual ahora que hace algo más de 100 años, y suena el piano de Erik Satie en sus "Trois Gymnopédies". Siento el eco de la devastación en una habitación tan desolada como vacía, el marco astillado de una ventana reventada aparece al fondo de la imagen. Lleva la lluvia arrastrando su melancólica melodía desde hace muchos días, ya casi incontables, y los campos, abatidos por cientos de miles de obuses, van supurando sin descanso la carne viva de sus interminables trincheras. Campos totalmente anegados de un barro que parece brotar desde el mismo centro de la tierra. El olor a pólvora se va diluyendo apenas unos pocos minutos para volver, tenaz y aun con más fuerza, al correr el poco aire libre que aun queda en las campiñas del Marne. Espectros quemados de lo que fueron árboles permanecen al borde de las enormes charcas de lodo; aquí, cerca de una cota sobre la que aun cae la ceniza de los escombros, aparecen los restos de un convoy con sus animales despanzurrados, allí, no tan lejos, el viento mueve fatigosamente una línea de alambradas, la más próxima aun mantiene entre sus púas los restos desperdigados de lo que parece ser un pobre "poilú". 

Me había prometido la lectura el pasado año de alguna obra relacionada con el centenario de la Gran Guerra (1914-1918), de forma que, conmemorando no su barbarie sino la inmensa afrenta humana que supuso, pudiera conocer más en "primera letra" el alcance y el significado de tan luctuoso hecho. Fueron transcurriendo los meses y, mientras dilucidaba si lo más conveniente era el elegir un ensayo, obra histórica o novela, llegó el fin del año y me encontré (nada raro en mí) sin cumplir una de las ilusiones literarias que me había marcado. Siguiendo las recomendaciones que en los principales periódicos aparecieron a principios de 2014 se encontraba, entre muchas otras, la novela de Pierre Lemaitre, titulada "Nos vemos allá arriba" (premio Goncourt 2013), siendo además declarada como una de las favoritas de los críticos. Esta Semana Santa tuve la oportunidad de hacerme con ella y, en apenas 9 ó 10 días, la he leído con verdadero interés, tal se deja y a tan espléndido entretenimiento conduce.


Pierre Lemaitre, parisino de la quinta (ya que hablamos de guerras y soldados...) del 51 ha escrito un libro fantástico. Una obra que supone un esfuerzo formidable por engarzar la barbarie tanto de la guerra misma como la de la post-guerra, a cual más terrible y mezquina. Una primera exposición de los hechos puramente bélicos, en las postrimerías de la confrontación (noviembre de 1918, ya muy cercana la fecha del armisticio), que vienen a reflejar, de una forma un tanto cómica, la diferente suerte de dos tipos de personajes para los que, en el propio marco de los últimos acontecimientos de la batalla, el signo de la vida futura cambiará radicalmente. La fortuna y la desgracia correrán paralelas para unos personajes que arrostrarán, durante gran parte de la acción narrada, el infortunio y la buena ventura para, finalizando como un ciclo de retorno y consumación, verse redimidos o condenados por el más sorprendente giro de la historia contada.

Es sin duda uno de los mayores aciertos de la novela el realismo narrativo que se extiende entre los distintos parajes por los que transcurre su acción. La crudeza misma de la guerra, en su variante propiamente bélica, de destrucción humana y material en las trincheras que acogen a los contendientes de ambos bandos; la vida (si a "eso" se le puede llamar de tal manera) en unos hospitales de campaña atestados y con medios escasos, el retorno al hogar de los desmovilizados, envueltos en un torbellino de desorden y mala planificación. Ya en la ciudad, ese París de finales de noviembre de 1918 a marzo de 1920 (secuencia temporal de la novela), que recibe a sus héroes soldados, tan ensalzados en la propaganda política de la época, en realidad y en una gran mayoría, tan mal tratados cuando intentan reinsentarse a la sociedad civil de la post-guerra. Una sociedad civil que acepta y permite, amparada por las élites económicas, financieras y militares (las mismas que propiciaron el conflicto mundial) la corrupción como modelo de negocio de los "nuevos ricos" y que asiste indignada, y alentada por los medios de comunicación, a los numerosos escándalos que tales conductas provocan. Nada nuevo bajo el sol.

Realismo narrativo que fácilmente transporta al lector a una contínua sucesión de tomas fotográficas y fílmicas que enriquecen sustancialmente el relato. Quizá porque estemos estéticamente educados para leer imaginándonos, al mismo tiempo, la ilusión de una película, ¡qué grandes esas novelas que facilitan al lector la representación cinematográfica de sus acciones!..., y qué grandes también cuando el narrador consigue que los planos que acuden a sus cabezas favorezcan la visión de paisajes (territorios desolados), aceras, calles y habitaciones de ciudades que palpitan entre la miseria de los desfavorecidos y la opulencia de los poderosos. Que satisfacción, también, cuando el escritor consigue dar credibilidad a los personajes menores y de paso, cada uno perfectamente delimitado en su espacio y tiempo, dado que para los grandes protagonistas ya se supone que en una novela de 443 páginas (como es el caso de esta "Nos vemos allá arriba") habrá tenido sobradas ocasiones de hacerlo. 

Todo ello ajustado por unas costuras muy originalmente hilvanadas. La de un escritor que relata a sus lectores una historia que da la impresión de haberse ya transmitido por otro y, una vez asimilada y analizada, es reescrita bajo la visión de un último narrador que rezuma humor e ironía, como si le pareciese un punto divertido el relato que narra, trágico, desolado, inmisericorde. Un gran hallazgo de estilo, en definitiva, el de este Pierre Lemaitre.


Novela totalmente recomendable, no esperen al segundo centenario de la Gran Guerra para leerla. Tan es así que al terminarla, picado por desaprensivo insecto, he pasado un montón de horas visionando un buen número de reportajes sobre la contienda en internet. Muchas de las secuencias contempladas las he ido ligando con la sucesión de imágenes leídas en la propia novela y, créanme, el resultado final no ha podido ser más satisfactorio. En muchas ocasiones las imágenes pensadas se reflejaban fielmente en las posteriores imágenes vistas en la pantalla del ordenador. Tal es la fuerza de "Nos vemos allá arriba", una novela que, no solamente me permite descubrir un desconocido y excelente escritor, me reafirma también en la idea de que todavía hay una Francia que de verdad honra a sus hijos. Excelente traducción de José Antonio Soriano Marco.


8 abr 2015

RAREZAS VII. INSECTOS AMIGOS




THE INSECT TRUST                              "THE INSECT TRUST"
Cae una calma chicha, obtusa y ligeramente pesada en esta tarde del inicio de Abril, cuando intento derrotar a la distancia y al olvido. Procuro entonces evitar en lo posible el alejamiento y la amnesia que aun gravitan implacables sobre los momentos recientemente pasados, como si una carga apenas visible (pero tremendamente soporífera)  intentara evitar el que percibiera que aun sigo con vida. Y se agolpan, al compás de la jerarquía de los latidos, muchas de aquellas imágenes que me sirvieron para preservar los vínculos, los lazos de unión entre un ayer tan cercano, un presente pretendidamente vago y un horizonte de destierro. Libros, letras, páginas pasadas (qué difícil que vuelvan...), lenguajes y voces; amaneceres que me saludan desde tejados anónimos, fotografías, campos llenos de la primavera original, el calor de la mano de un niño en la mía. Música, discos, sonidos que atraviesan las paredes como espectros y se repiten una y otra vez, pretendiendo con su insistencia de muelles que me llegue la buena nueva, la celebración de un pequeño y gran acontecimiento. ¡Qué buenos son The Insect Trust!


Y al calor de esas imágenes que paulatinamente voy recobrando, aquellas que me hablan de la América de mitad y finales de la década de los 60, de su espectro social (tan amplio y cosmopolita) y de sus vínculos musicales, que son adecuadas también para la banda The Insect Trust y su obra, pudiera pensar que sería fácil (por ya haberlo hecho anteriormente) utilizar muchos de los conceptos, ideas y reflexiones que sobre las bandas americanas de la época (y aquellos estilos musicales homogéneos) he empleado en otras ocasiones. Mas, afortunadamente, en este caso no es enteramente así. Y no lo es porque The Insect Trust, sin duda unido intrínsicamente al ambiente de la época, fue el único grupo que supo y pudo (en apenas dos grabaciones) amalgamar gran parte del legado musical autóctono americano sin dejar por ello, como si les estuviera exclusivamente encomendada esta misión, de explorar las fronteras estilísticas del nuevo rock´n´roll hasta sus más exógenos límites. Y no, no me son ahora ni siquiera suficientes los múltiples ejemplos del "cruce de caminos" (como casi siempre refiriéndose al aspa que recoge distintas influencias musicales y hace de ellas agua y sendero) como base explicativa de lo que les comentaré a continuación. No, por que The Insect Trust traspasaron los límites y llegaron, también, más lejos que ninguno de sus coetáneos..

Imagínense por un momento (ese instante que espero se repita ante ustedes como una diástole perenne) una marmita donde quepan todas las clases de música posible. Desde la clásica, con su enormidad arquitectónica occidental, la percusión y el ritmo primitivo africano, los ecos estelares de las praderas orientales (al galope de los compases indostánicos y "haikus" japoneses), el folklore de las cosechas y los ciclos solares, extendidos por todos los continentes desde tiempo inmemorial, hasta los ritmos religiosos de la América pre-hispánica, combinados con las melodías de los emigrantes y esclavos. Todo ello mezclado de forma adecuada, y aprehendido más que plausiblemente a través de los distintos estilos posteriores (blues, country, folk europeo, old timey anglosajón, jazz, jug bands, psicodelia...), de tal manera que el resultado obtenido se convirtiera en una pequeña orquesta multicultural en la que, dando preeminencia a la raíz americana, cada uno de los hombres y mujeres oyentes se pudieran reconocer, como humanidad esperanzada, en sus distintas tonalidades y armonías. Si es así como se lo imaginan, nos vamos entendiendo.

Evidentemente este pequeño milagro tuvo sus protagonistas. Bill Barth y Nacy Jeffries, pareja de las zonas próximas de Nueva York y Nueva Jersey y núcleo matriz del grupo que, por razones estrictamente identitarias (comunión con el movimiento hippie), inician su viaje hacia San Francico a mitad de 1965 para no llegar, sin embargo,  más lejos de Memphis. Su antigua pasión por el conocimiento teórico y expresivo del blues hace que se establezcan en la ciudad de Tennessee y empiecen al cabo a darse a conocer en los escenarios de la ciudad. No lo hacen entonces como grupo, ni siquiera emplean el nombre de The Solip Singers (apelativo con el que se dieron a conocer en la costa este inicialmente los mencionados Jeffries y Barth), si no como meros músicos de covers (mayoritariamente dylanianas) y posteriormente de estudio. Desde Memphis marchan a Little Rock en Arkansas donde conocen a Robert Palmer, otro de los miembros singulares de la banda. Sin poder ser todavía considerados como miembros de un grupo strictu sensu (aunque se presentaran en la ciudad de Arkansas en muchas actuaciones como The Primitives, nombre que nos da una idea bastante exacta de su mentalidad musical), Bob integra a Trevor Koehler en la cuadrilla para terminar, ya instalados a medio camino entre la misma Memphis y Nueva York, con Luke Faust como quinto y último miembro del clan.


Llega un momento en que Nancy, entonces novia de Bill Barth, convence a éste último de la necesidad de formar una auténtica banda y, aleccionados por su capacidad y talento como compositores, intentar realizar alguna grabación. Tal interés les conduce de vuelta hacia Nueva York, estamos ya en 1967, donde se instalan entonces Jeffries, Barth, Palmer, Koehler y Faust bajo el nombre de The Insect Trust, sinónimo de uno de los episodios narrados por el escritor William Burroughs en su célebre texto "El Almuerzo Desnudo". Inicialmente se establecen en Manhattan para después hacerlo en la vecina Hoboken de Nueva Jersey, a la sazón población con la mayor concentración de bares de todos los Estados Unidos y, lo más importante, infinitamente más barata que la vecina ciudad de los rascacielos. Palmer, acto seguido, a través de alguno de sus contactos en los medios musicales de Manhattan, consigue varias audiciones del grupo ya con material propio y, fruto de ello, un contrato con el sello Capitol y un anticipo de 25.000 $ para la grabación de su primer álbum homónimo.

Publicado en 1968, este primer trabajo de The Insect Trust nos presenta a unos músicos con personalidad creciente y más que bien consolidada. Bill Barth a la guitarra, virtuoso del instrumento y con fuertes vínculos en las raíces estilísticas americanas. Nancy Jeffries, voz aterciopelada que se mueve entre tonalidades Baez, Slick y la mejor escuela inglesa folk (Sandy Denny [Fairport Convention, Fotheringay] , Annie Haslam [Renaissance], Maggie Bell [Stone The Crows]). Robert Palmer, además de excelente clarinetista y saxofonista, una de las mejores plumas en los medios musicales alternativos de la época ("Go Magazine") y posteriormente (en "The New York Times" como famoso articulista y escritor). A su lado, Trevor Koehler, saxo barítono, pianista e ingeniero de sonido (los maravillosos arreglos de cuerda de éste primer disco del grupo son obra suya) y Luke Faust, uno de los más acreditados banjos de la costa este y anterior miembro de los célebres The Holy Modal Rounders. 

Y éste primer disco de The Insect Trust, desapercibido entonces (como ahora, me temo) para una gran mayoría de la audiencia, exhibe de manera apabullante la categoría musical de sus miembros y la extraordinaria apuesta en la que se habían embarcado. Una mezcla bizarra de country-blues, folk-rock surrealista, free-jazz , puentes vocales escuela de Memphis, arreglos de cámara clásica, psicodelia de manual bíblico (versión Antiguo Testamento), que nos acercan a personajes y bandas como Skip James, Bob Dylan (el de "Highway 61 Revisited"), Pharoah Sanders, Roland Kirk, The Left Banke, a veces al pop-soul de Booker T & The MG´s, otras a unos The Fugs y The Holy Modal Rounders más accesibles. También a paisajes apalachianos del oldtimey rural de Roscoe Holcomb y a textos aparentemente de belleza inconexa que autores como Burroughs y Thomas Pynchon (escritor con el que la banda tuvo relación anterior y posterior a la grabación de este disco) propician en sus obras mayores. Un significativo esfuerzo de fusión que nunca antes se había dado en toda su infinita amalgama de posibilidades y que, más que estructurarse en valorar la armonía, se focalizaba en el sonido, una suerte de ascenso de ángeles sin barreras aparentes.


Este tipo de bandas, tan escasas por no decir exclusivas, a finales de los años 60 favoreció el que fueran teloneros en muchos de los conciertos y festivales de la época. Su planteamiento ecléctico y nada común con los cánones estilísticos entonces imperantes, facilitaba que no chocaran con las luminarias y grupos más reconocidos. Así como Sweetwater, banda en la línea de The Insect Trust aunque de sonido algo más convencional (y de la que recomiendo encarecidamente su homónimo primer Lp) abrió el festival de Woodstock en 1969, The Insect Trust lo hicieron en numerosos conciertos en los que Frank Zappa y sus Mothers of Invention, Santana o The Doors, cabezas de cartel, no podían sentirse celosos ante una banda tan distinta como The Insect Trust. Imposible que les pisaran el protagonismo a ellos inicialmente debido. Un grupo, en definitiva, que fue el primero en estirar hasta el paroxismo (figuradamente) las posibilidades que la libertad de la época permitía y que, como resultado, ofrece una obra de sorprendente experimentación e inigualable belleza.







30 mar 2015

TRES MIL PALABRAS




WILLIAM FAULKNER                     "¡ABSALÓN, ABSALÓN!"
En el momento de escribir estas líneas han pasado tan solo un par de semanas desde que finalicé la lectura del "¡Absalón, Absalón!" de William Faulkner, y debo reconocer que mis primeras impresiones sobre esta obra del autor americano se van extendiendo (y enriqueciendo) de vez en vez. A fuerza de establecer un brevísimo guión, que pueda resultar medianamente interesante para aquellos que deseen conocer sus causas , me permitiré echar una breve vista atrás. Hace ya bastante tiempo leí (fue mi primera incursión en Faulkner), "La escapada", libro que, además de postrero en su producción literaria, fue considerado por la crítica general como obra menor en el conjunto de su corpus artístico. Me enfrenté posteriormente con una de las cumbres de Faulkner, "Santuario", sin duda alguna paradigma de la mejor literatura americana de la segunda mitad del siglo XX. Y a partir de entonces me ocurrió que, ante la impresionante belleza y magnitud de la obra anteriormente mencionada, la expectativa de emoción e impacto que pudiera presentir como futuro lector del autor americano se multiplicó de manera formidable. Los espléndidos ecos que entonces me produjera "Santuario", las imágenes surgidas de la para mí entonces casi inicial  literatura "faulkiana" (el descubrimiento de su magia ambiental, de su  rica ambivalencia lírica y de su atmósfera extremadamente sutil y nebulosa) se almacenaron de tal forma en mi subconsciente que no cesaron, como si ese acto no dependiera de mí totalmente, en propiciar fecundas oleadas de enorme dimensión anímica. Pensaba que la siguiente obra de Faulkner a la que me enfrentara afianzaría la extraordinaria huella que el autor sureño ya había plasmado en mí y, efectivamente, la lectura de "¡Absalón, Absalón!" así lo ha confirmado.

"Hay cosas que, dichas en tres palabras, tienen tres palabras de más y en tres mil, tres mil palabras de menos...", se dice en boca de uno de los protagonistas en el transcurso del libro. Qué gran verdad y de qué forma tan auténtica se acomoda tal aseveración en esta novela. Novela que, a falta de encontrar una calificación más meritoria y original, nos conformaríamos en caracterizarla con el moderno ditirambo de "novela-río", tanto porque nos presenta la historia temporal  y la saga maldita de una familia sureña (la de los Sutpen), como porque su entorno paisajístico se desarrolla en el imaginado condado de Yoknapatawpha (conocida producción propia de Faulkner), bañado en sus contornos por el río Mississippi. Y ya se sabe que del extremo de engendrar palabras (muchas veces seductoras, esas tres mil tres, ejemplo de una suerte de mantra numérico y recitación oracular), y colocarlas ilimitadamente junto a las ondas acuosas de otras palabras deviene una de las causas productoras de las mejores iluminaciones literarias.

Si, tantas palabras, tantísimas letras seguidas unas tras de otras pero que, de forma separada,  apenas alcanzan un ordenamiento mínimamente coherente y son entonces islotes que navegan a la deriva. "¡Absalón, Absalón!" cuando conjura las palabras y nos muestra su doble significado, su simbolismo como cadenas de transmisión de hechos (externos) y pensamientos (internos), se convierte en una novela caudalosa que (muchas veces de forma intencionada) no parece tener significado más que en el entorno de la atención del lector. Otras veces, cuanto éste agudiza su protagonismo como receptor vigilante de las imágenes que representan, se eleva la novela, se incrementa su magnitud hasta espacios donde la teoría fílmica del mejor western americano toma sentido. Se yergue, entonces, entre esas palabras un leve polvo de libélulas, las cortezas de los árboles funcionan como los altavoces de la tarde (que va muriendo dorada) y en los charcos de la tormenta reciente todavía queda espacio para un arcoiris fugaz. La novela entonces corre alborotada, respira por sí misma, vive en su propia velocidad de sudor y espuma.


Y, bien pensado el asunto (tanto que posiblemente cree polémica mi siguiente reflexión), !¡Absalón, Absalón!" , además de conformarse como esa comentada "novela-río" no deja de ser, tampoco, trasunto de la "novela pastoril" en pleno siglo XX. El entramado del guión (y su exposición narrativa) no dejan lugar a dudas y, si acaso cupiera alguna, repasen los lectores más avezados en las lides literarias a autores como Jacopo Sannazaro ("Arcadia"), Garcilaso de la Vega ("Églogas"), Jorge de Montemayor ("Siete libros de Diana"), Miguel de Cervantes ("La Galatea") o Lope de Vega ("La Arcadia"). Un joven de buena planta, hombre de fortuna por su padre, hace amistad con otro gallardo compañero universitario y, al retornar ambos al hogar del primero, la hermana de nuestro protagonista, solamente sobre el papel gentil dama del Sur, caerá rendida de amor ante la presencia del invitado. La Guerra de Secesión americana (1861-1865) parece malograr un romance que promete terminar en boda y obliga, temporalmente, a la separación de los novios y futuros esposos. 

Esta trama, que aparentemente podría quedar atrapada en la cursilería edulcorada de un "Lo Que El Viento Se Llevó", cobra bajo la mente enfangada del mejor Faulkner visos de epopeya y de maldición. Surge entonces (sin un tiempo necesariamente definido en la novela, su presencia se produce constantemente) la figura del anti-héroe, un padre que, al margen de los convencionalismos (pero, según convenga, amparado en ellos) arrasa con todo lo que se le ponga por delante. Pobreza, sexo, promiscuidad, incesto, ambición, violencia, riqueza, esclavitud, sacrificio, muerte y redención son, todos ellos por separado y en el conjunto global de la novela, conceptos por los que se van sucediendo las acciones más significativas (también las más nimias) de la obra. Y ese anti-héroe va marcando la pauta de los demás convidados, sin aparente bondad posible, hacia una coherencia de aniquilación privada, pública e incluso de la que pudiera afectar a la arquitectura del paisaje (a ello también contribuyen las secuencias que narran la destrucción propia de la guerra).

Y todo ello utilizando el lenguaje propio del mejor Faulkner, ese autor que vino a renovar con su estilo la mejor literatura americana contemporánea. Idioma, el suyo, que emplea un torrente de palabras que mezclan hábilmente lo vivido y lo sentido, lo mirado y lo percibido, la belleza formal de la figura del sauce empujado por el viento y su apariencia más telúrica, las sombras posiblemente diabólicas que puedan desordenar la mente frágil de un niño. Si a este humanismo del espanto le añadimos un relato narrado a dos y cuatro voces, separadas ellas inicialmente por el paso del tiempo (este elemento pasajero que se va superando conforme avanza la novela), y que concluye en unos pasajes finales donde queda diáfana la realidad que se relata y la ficción que ya imaginábamos (se lee a veces mejor el libro entre líneas...), el resultado no deja de trasladar al lector una riqueza épica que, pensemos, solo sobre ese Sur profundo americano podría desarrollarse.


Una novela, como la gran mayoría del autor americano (y ahora hablo como aficionado a su obra, más que como profuso lector de la misma, todo se andará...), que precisa de una traducción lo más cercana y fiel posible al estilo tumultuoso, y a la vez tan preciso en sus intrincadas y extensas líneas argumentales, de este escritor. Hay que estar dispuesto a embarcarse en esa torrentera de palabras sin final aparente, dejarse llevar por un hilo que pespuntea a la vez academia y anarquía, para ser capaz de llegar a un puerto donde puede que nos espere el olor arcilloso del lodo, la suave lumbre de la miel en los labios también. La edición de este "¡Absalón, Absalón!" es del año pasado y la obra publicada por Alianza Editorial. Su traductora, Beatriz Florencia Nelson,  merece una mención especial en su indudable esfuerzo por llegar a ese paroxismo que Faulkner tantas veces pretende en su literatura. La literatura debe ser exacerbada, al igual que la vida lo es.













20 mar 2015

NO COMAN MÁS BASURA



SUICIDE                                 "SUICIDE"
Sucede a veces que un mapa al que se le pida orientación no es un mapa que fácilmente sea fiable. Tengo sobre las manos una guía turística del Manhattan Concierge Map y, según lo repaso con la intención de transcribir los antecedentes urbanos de la banda neoyorquina Suicide, más me pareciera encontrarme ante las puertas del campo de exterminio de Treblinka. Suena ahora (volumen 3,2 del amplificador) el "Sixteen" del "TV Eye" de Iggy Pop, y he pasado muchas horas antes escuchando el primer disco homónimo de Vega y Rev (objeto de esta entrada), también las dos primeras obras de Alan en solitario, "Jukebox Babe" y "Collision Drive". Me paré poco después en la grabación de sus paisanos Silver Apples (sus antecedentes artísticos más directos) para terminar (o acaso sumergirme en un interminable ciclo) con ese "TV Eye" que viene a rememorar, cual si fuera un tornado de efervescente electricidad atlántica, el famoso concierto que la banda de Detroit diera en The Pavillion de Flushing Meadows en Julio de 1969.


El punk es electricidad y callejones sin salida. La electricidad salía a raudales de las plantas automovilísticas de Motor City, los callejones surgían de un SoHo y Lower East Side neoyorquino repletos de demoliciones y basura en los finales 60. La chispa que incendia el cerebro de Alan Vega ocurre en esa campa de Queens (cercana al Shea Stadium de grato recuerdo) viendo actuar a Iggy Pop. Diez años atrás, en esas encrucijadas callejeras (ya cruzado el East River, entre el Bowery y West Broadway, donde ya había cuajado el ambiente literario de Ginsberg y Kerouac), es donde los artistas herederos de una America exhuberante y cosmopolita (en la que la falta de billetes de dólar arrugados y de suficientes psiquiatras colegiados causaban estragos), se lamentaban de su suerte bajo noches repletas de estrellas, aullidos, alcohol, drogas y sexos confusos. Nueva York no estaba todavía tan de moda y muchos creadores, casi todos ellos pobres de solemnidad, aun pretendían vivir amparados en el recuerdo revitalizado de un Rimbaud que seguía llegando en oleadas a las playas de New Rochelle.

Allí entre los escombros del SoHo y la plaga puertorriqueña del Lower East (antes de que emigraran en masa más arriba de la calle 77), llegan a conocerse Boruch Alan Bermowitz (Alan Vega) y Martin Reverby (Martin Rev). Vienen desde Brooklyn y el Bronx para tomar el testigo de la generación beat literaria y pulimentar las tallas sonoras del jazz de la calle 52. El primero como artista multifuncional, empeñado  a través de sus esculturas de luz a que llegue algo de sol a una América de Nixon todavía en blanco y negro, el segundo como miembro de la Reverend B, una suerte de banda homenaje a Coltrane y a las noches de conversaciones interminables con Mingus. Ambos se encuentran en una nave abandonada que Vega utilizaba como escenario de su recién creado Project of Living Artists, una plataforma que le servía para desarrollar diversos proyectos artísticos. Martin destacaba como teclado en una banda de 15 miembros y charla profusamente sobre sus contactos en el mundo del jazz; Alan, por su parte, admirador del Arte Povera italiano, enchufa subrepticiamente sus artefactos a las tomas eléctricas de la más próxima estación de metro para dejarla, el día siguiente, sin corriente y en la más absoluta oscuridad.

Antes que cualquier otro grupo, estamos en los muy primeros años 70, el nombre de Suicide inspirado por el protagonista (Satan Suicide) del comic Ghost Ryder, Alan y Martin empiezan a actuar con su propuesta de luz en movimiento y paralela interpretación musical. En un principio ni siquiera Alan piensa en cantar en su nueva actividad y parece ir siempre acompañado de una trompeta de bolsillo, instrumento que acaba una noche desechado entre los desperdicios de un solar cercano. Rev con su teclado japonés de dudosa procedencia y Alan, con una voz que aspiraba inicialmente a trasmitir el desconcierto de los diamantes y las aspiraciones intelectuales de una madre aparentemente latina, se abren lentamente hueco en un Nueva York del que todavía no se había apoderado el technicolor de Disney ni la verborrea conservadora de Ronald Reagan.

Los judíos empiezan a apoderarse del rock y el país aun se mueve lentamente bajo el lodo y el recuerdo de la matanza de My Lai. Un Martin Rev hastiado de la situación compra un billete de tren vía Baltimore con destino final en Washington. Su intención es asesinar a Nixon y Vega se ve obligado a recluirle durante un tiempo en un piso de la Greene Street, sin más alimento que un surtido de latas de atún Wimpile robado en un supermercado cercano. Cuando ha conseguido el propósito de calmar a su compañero se suceden las actuaciones por las galerías de arte más abajo de Union Square, especialmente en la que les ha recomendado su amigo el marchante Ivan Karp, la OK Harris de West Broadway de la que, con el paso del tiempo, llegarán a ser artistas casi permanentes. La ciudad hierve bajo unas altísimas cifras de delincuencia y allá donde Alan y Martin se cobijan, casi siempre de madrugada, tienen que tirar, a falta de un revolver, de buena labia para sobrevivir. No hay más futuro que el que otorga un presente de basura y trallazos eléctricos. Está a punto de oficializarse  el nacimiento del punk y se otea en el ambiente el apagón de Nueva York y la posterior aparición de los Grupos de Auxilio Ciudadano en el Metro de la Ciudad.


Ya han aparecido en escena unos New York Dolls y algo después lo hacen Television, Blondie, Ramones, Contortions, Talking Heads y se abren locales como CBGB en el Bowery y Max´s  Kansas City un poco más arriba en Park Avenue South. Estamos en 1975 (qué importa la fecha exacta cuando se puede morir cualquier día...) y Suicide, anclados en su pequeño circuito de actuaciones en galerías de arte, tienen una segunda oportunidad. Se dan a conocer en una escena en principio propicia para su propuesta minimalista y lo hacen, de forma brava y bizarra, con un planteamiento provocativo. Martin ya se ha hecho con una caja de ritmos de los años 50 y su estilo, sincopado y de obsesiva reverberación, alumbrará el camino a los nuevos dúos de pop sintético que llegarán posteriormente (Soft Cell, Erasure, Bronski Beat, OMD...). El reverso puramente punk lo aporta Alan Vega con unas actuaciones que estimulan el rechazo inicial de la mayoría de los espectadores. Vega sigue obsesionado con la actuación de Iggy Pop que presenció en The Pavillion de Queens 6 ó 7 años atrás y la aparición de surcos de sangre, los salivazos y el lanzamiento de objetos al escenario se convierte en seña de identidad del grupo. No tiene que ver tanto con la memorabilia propia del punk, es puro rechazo y odio de una audiencia que se considera incomprensiblemente ultrajada.

Aunque Suicide fueran realmente los pioneros en colorear una ciudad ya harta del tono monocromático, el sol que alumbró las primeras grabaciones de la época no respetó ni su grado ni su veteranía. NYD, Television, Blondie o Talking Heads publicaron antes que ellos y la banda tuvo que esperar hasta 1977 para hacerlo. Fue en el pequeño sello Red Star de Marty Thau, entonces también mánager de NYD, donde graban su primer disco homónimo. La No Wave neoyorquina ya tiene por entonces carta de naturaleza y el disco de Vega y Rev añade ecos aún más subterráneos a una escena que ahora nos parece fascinante. La crítica especializada casi en su mayoría aplaude la aparición del disco mientras que, como era de suponer, las ventas no acompañan las expectativas. El aura de malditismo del grupo quizás les diera el caché suficiente para mantenerles vivos en el circuito de salas, también para costear a una dieta alimentaria que se sustentaba exclusivamente en una hamburguesa diaria, pero no les permite sin embargo subir el peldaño al que se habían aupado sus compañeros músicos de generación.

Quedaría lejos de mi intención el calificar someramente este primer trabajo de Suicide como una obra maestra en la historia del rock´n´roll. Es algo más, mucho más. Adelantados a su tiempo, abogados de la anorexia instrumental, su estilo apuesta por la pureza más emocional y arcaica de un género que, creado en base a innumerables variables de ritmo y compás, se dirigía claramente hacia composiciones más hinchadas, más pomposas y convencionalmente altisonantes. La crudeza de su planteamiento musical, una simple base de teclados y caja de ritmos, enmarcada por una lírica de recitación sencilla y prosa desasosegante, teatralizada toda ella por un Vega poseído por convulsiones mentales (tantas noches en el sumidero del alcohol y las pastillas) y violentas sístoles, caló no solamente en la escena del momento si no que, más adelante (sin ni siquiera ellos adivinarlo), provocó un insistente incendio de cuyos rescoldos aun viven muchos de los que no soportan el panorama actual.

Y es que los siete temas de este primer trabajo de Suicide reflejan el perfecto manual de la perturbación psíquica, de la sumisión y de la pesadilla como imágenes de un comportamiento habitual. A ese "...America, America´s killing its youth" del primer "Ghost Ryder", le siguen lapidarios como "...100 miles per hour/Gonna crash/Gonna die/And I don´t care" ("Rocket USA"), "...Cheree, Cheree/My black leather lady" ("Cheree"), "...That suicide is painless/It brings on many changes" ("Johnny", primer single publicado del disco), "...My suicide girl" ("Girl"), "...And when he died/The whole world lied" ("Che"). Pero es en su composición más extensa, en tiempo e intensidad anímica, "Frankie Teardrop", donde se alcanza un paroxismo desgarrador, nunca antes ni después emulado. "...Frankie is so desperate/He´s gonna kill his wife and kids/Frankie´s gonna kill his kid/Frankie picked up a gun".  Los gritos, lamentos y aullidos que anteceden y continúan entre los párrafos de la canción son sencillamente geniales por lo doloroso y crudo de su vivísima representación. Años antes, en 1973, el "Berlin" de Lou Reed había alcanzado la máxima cima en el espectáculo del dolor y el desamparo para ser, esta vez sin discusión posible (aunque se admitan opiniones contrapuestas), superada esta su obra en una sola canción de Suicide.


El cierto, aunque limitado, éxito del disco y su eco en los medios musicales de la época propicia la salida posterior de la banda hacia Europa, donde le esperan unas audiencias aparentemente más educadas y tolerantes con las extravagancias americanas. Serán los franceses los que de una forma más abierta y comprensiva abracen a los nuevos representantes de la, entonces, llamada no-wave neoyorquina (la relación amorosa de los galos con los yanquis, a lo largo del siglo XX, bien merecería un texto entre los amantes del jazz y del rock americano). No así sus primos belgas ni los más lejanos escoceses que, en muchas de las actuaciones de la banda, se comportan como auténticos energúmenos. Los seguidores más puros del punk de aquellos tiempos no se desviarían un ápice de los postulados musicales y estéticos de los Clash y Buzzcocks de turno y, ante cualquier desviación anárquica del patrón estipulado, manifestarán violentamente su repulsa. Sus exabruptos escondían la carencia intelectual suficiente para comprender, y tolerar, a la banda que realmente estaba por encima de todos ellos, Suicide. Pero, ¿quién llegó a saberlo entonces?



Esta entrada está necesariamente dedicada a dos grandes, Deavid Allen y el "Cifu"




13 mar 2015

SEGUIR DE POBRES






BURNING                              "NOCHES DE ROCK & ROLL"
Coloco mi espalda contra el cojín y compruebo que está bien apoyada contra el respaldo de la silla. Me acomodo antes de concentrarme ante la pantalla del ordenador. Todo está en orden aparente (es decir, no hay ningún signo revolucionario frente la millonésima tropa polvorienta que navega libremente por la estancia). He introducido antes mis delgados dedos entre los vinilos para escoger (no al azar, la casualidad es una situación imposible cuando se impone el recuerdo) un disco de Burning. Soy de los que creo que sus compañeros de estantería (colegas alfabéticos, una exigencia del orden burgués), les han influido de forma definitoria. A su derecha BUM, una banda de la Columbia Británica canadiense, con su "Wanna Smash Sensation!" del 92; a la izquierda (ni siquiera lo adivino inicialmente..., ¿me dará por fin una alegría la izquierda, aunque solo sea en el orden de los discos coleccionados?, veamos...), el primer disco homónimo de la Butterfield Blues Band del 65 (aunque lo debería haber archivado en la P de Paul Butterfield...). ¡Magnífico!, (han desaparecido por un momento las dudas relativas a mi próximo voto en las elecciones municipales). Con tales credenciales difícil es que se de mal la entrada.

Antes de colocar en el plato la cara A del "Noches de Rock & Roll" (1984) he estado escuchando "El Final de Una Década" (1979), es decir, he intentado sumergirme en los años que marcaron indeleblemente la trayectoria más conocida de la banda. Como las plantas del pie del saltador olímpico que (restregándose sobre el esparto antideslizante del trampolín momentos antes de dar el impulso definitivo,  sus ojos cerrados contra la inmensa tarima celestial), van deslizándose como un timón autónomo, libre e independiente de la voluntad de un cuerpo que (puede quebrarse en cualquier momento por el simple roce del vuelo de una avispa), así , antes de culminar el arco voltaico que daría la razón a Humphry Davy, he sentido la necesidad de solazarme con los antecedentes de la banda.

¿Es el Madrid de 1979 algo cercano en el desván de la memoria (un cúmulo de experiencias que no pocas veces sirven para atormentar las madrugadas de insomnio)? Si, lo es, aun cuando creyera exclusivamente evocarla (como lo hago ahora) en imágenes que reviven los paseos con mi hijo pequeño por el campus de la Universidad (mientras leía a Hölderlin), o asistiendo a los conciertos en el "Johnny" (Splint Enz) o allá en el Pabellón Polideportivo del Real Madrid (Ian Dury and The Blockheads + Robert Gordon); también intentando, con mi recién adquirida Yashica FX-2, retratar un tiempo tan feliz que dificilmente puede alcanzar su verdadera dimensión entre estas breves palabras. Tan cercano como el Madrid de 1984, la culminación de una escena polivalente donde la música, la literatura, pintura, cómics (gracias hermanos catalanes) y magazines, cine y fotografía habían ya adquirido una cierta carta de naturaleza autóctona. En apenas 10 años se había pasado del final de la "pertinaz sequía" (tan ligada a la conspiración comunista y judeo-masónica) a una especie de leve hartura. Nos mudamos de los conciertos en los colegios y tómbolas de barrio a aquellos otros que posibilitaron la existencia de un pequeño circuito de salas y escenarios fijos. De Ñu, (Teatro del Colegio Maravillas), a la Orquesta Mirasol (Sala MM), culminando con los primeros Nacha Pop en el Teatro Barceló (teloneros de Siouxsie and The Banshees).

Y Burning, ¿dónde estaban entonces?. He de reconocer que, aun conociéndoles (¿quién en Madrid no sabía de ellos?...), no formaban parte de mis melodías preferidas. Acudo a aquellos momentos (atrapado en el tenso esfuerzo del que recrimina a una memoria desmemoriada) en los que las esquinas mojadas de noche y lluvia, las luces iridiscentes de los garitos de Malasaña o el olor acre del orín mezclado con el perfume del cáñamo (sería prolijo mencionar los postreros insultos a las noches que nunca quisimos ver finalizadas), nos pudieran servir para comprobar si efectivamente los del barrio de La Elipa entraban o no en nuestros tarareos de satoris alocados. Y no, allí no estaban. Existía una frontera (la llamábamos "la del Ebro") delimitada por una aún joven M-30, por la que rara vez transitábamos. Más proclive eran sus confines para tribus urbanas distintas a las nuestras, y esa frontera nos servía de línea divisoria (entiendan por favor el ejemplo) entre la aceptación de un Ramoncín advenedizo y el olvido culpable (no lo siento, de todas maneras, como una pesada carga) de unos Burning que, desde hacía mucho tiempo, formaban parte de una periferia que había entrado por las cañerías de la ciudad.


A esa falta, a esa ausencia premeditada, en gran parte contribuyeron los medios de la época. No todos, es cierto, cayeron en el olvido; algunos, los más centrados en la escena puramente roquera, dieron noticias de ellos. Se les veía entonces como una continuación de los grupos del sello Chapa y del recopilatorio de "Viva el Rollo" de Vicente "Mariskal" Romero, sus actuaciones se publicitaban como el vívido ejemplo del rock más auténtico, chulesco y canalla. Pero en 1984, cuando se publica su "Noches de Rock & Roll", la prensa del momento, tanto la meramente musical (dedicada en esos instantes a alabar las excelencias el pop nuevaolero) como la consagrada a ejemplificar las excelencias del post-modernismo (versión intelectual y literaria de la "movida"), les relega al cuarto oscuro de los dinosaurios. Veamos un caso: "La Luna de Madrid", paradigma de la modernidad, Diciembre de 1984, sección musical. Se habla de los siguientes grupos: Radio Futura, Minuit Polonia, La Caída de la Casa Usher, Ciudad Jardín, Siniestro Total, Toreros After-olé, Glutamato Ye-Ye, Gabinete Caligari, Nacha Pop, Derribos Arias, Aviador Dro, Almodovar y McNamara, Bernardo Bonezzi, Mecano, Alaska y Dinarama, El Último de la Fila, Loquillo y Los Trogloditas, Golpes Bajos (la sensación otoñal...), ni una sola mención a la banda de La Elipa.

Es evidente que la menguadísima distribución y publicidad dada al "Noches de Rock & Roll" tuvo mucho que ver. La quiebra por entonces del sello Belter contribuyó a que el disco estuviera en las estanterías de las tiendas apenas un par de semanas. Las emisoras de entonces, en especial Onda 2, que tanto tuvo que ver con la siembra y posterior consolidación musical de la época, estaban mucho más centradas en dar a conocer los estilos y las nuevas bandas del país (además de las extranjeras que servían de referencia), haciendo caso omiso a los grupos y estilos más tradicionales. Las dos únicas cadenas de TVE, en sus programas musicales de la década de los 80 (quien los tuviera ahora...), apenas emitían actuaciones o entrevistas a Burning, siendo quizás la más recordada la que retransmitió Miguel Ríos en su escenario de "¡Qué noche la de aquel día!", pero ya en 1987.

Resulta chocante esta situación toda vez que cuando uno se enfrenta a la audición de "Noches de Rock & Roll" el disco le resulta una pura simbiosis del mejor rock stoniano (marca registrada de la casa) con las pautas musicales del estilo nuevaolero de la época. Instrumentalmente, los teclados de Johnny Cifuentes transitan mucho más sobre puentes claramente pop sin olvidar sus antecedentes honky-tonkianos, los riffs guitarreros de Pepe Risi (el miembro técnicamente mejor dotado de la banda) se extienden por territorios más acordes con la época, tampoco ajenos al sabor añejo de las grabaciones clásicas de los cinco de Dartford, el saxo de Miguel Slingluff, además de resaltar una tensión rítmica muy escorada hacia el mejor Bobby Keys, se amolda perfectamente en un ambiente de "little-big-band", y el acople del bajo de Eloy con la batería de Arturo Terriza (también seña rítmica del grupo) consolida el magnífico sonido de la grabación. Las voces, compartidas entre Johnny y Pepe Risi, han desechado el característico estilo del huido Toño Martín y se mueven en ricas tonalidades, festivas unas veces, agridulces otras, que resaltan en todo caso una lírica básica, dejándose, gracias al trabajo de producción de Maurizio Gaudenzi, escuchar con no disimulado placer.

Y en las letras y textos viene a ocurrir prácticamente lo mismo. Frente a la tontuna de los motivos festivos y exóticos de gran parte de los grupos de la nueva-ola, Burning en ese año de 1984, continuando con su trayectoria lírica desde una década atrás, siguen reflejando fielmente los escenarios urbanos relacionados con su propia historia; habitantes de los barrios que les vieron crecer y desarrollarse como roqueros militantes (La Latina, Las Ventas, Torrejón, Chueca...), y las vivencias personales que en ellos tuvieron. Los planes del atracador y sus esperanzas de una mejor vida ("Esto Es Un Atraco"), relatos carcelarios, anhelos de libertad y represión policial ("Johnny El Seco" y "Tú De Azul Yo No"), memorias y homenajes a protagonistas desaparecidos y a las drogas duras ("Cristina" e "Y No Lo Sabrás"), la magia previa al concierto de rock & roll ("Corazón Solitario"), la nostalgia sentimental ante la ausencia femenina y la ruptura ("El Sueño De Tu Sonrisa", "Una Noche Sin Tí" y "Nena").

Tampoco mengua para nada su status actual de banda de culto (referida aquí a aquellos momentos donde se consolidó su mejor alineación posible como grupo con el terceto de Toño, Pepe y Johnny; en ése año 1984, en sus "Noches de Rock & Roll", exclusivamente con los dos últimos miembros después de la salida de Toño Martín), si atendemos estrictamente a la propia historia y referencias que ofrece para el interesado la trayectoria de Burning. Su participación en el mítico concierto de "La Cochambre" en Julio de 1975 ("Festival de Música Pop de la ciudad de Burgos"), su legendario bolo con Dr. Feelgood en Madrid en 1977, su previa participación en el "European Pop Jury" (con gente como Marc Bolan y Gary Glitter), la inauguración de la sala El Sol (aunque esta actuación es posterior, año 1979, y aun se discute si la hazaña la llevaron a cabo ellos o unos primerizos Nacha Pop), su presencia en una filmografía de época ("Que hace una chica como tú en un sitio como este" de Fernando Colomo y "Navajeros" de Eloy de la Iglesia). Igualmente queda más que enriquecido el curriculum de la banda cuando mencionamos a aquellos personajes de la escena musical del momento (su década de oro, 1974-1984) que pasaron, dejando huella permanente, por su camino. Gonzalo García Pelayo (locutor radiofónico, productor y director de cine), Vicente "Mariskal" Romero (hombre de amplio espectro musical también), Eduardo Haro Ibars (poeta y escritor "maldecido", como gustaba ser reconocido), Loquillo, aquel colega barcelonés que, anecdóticamente,  reivindica su presencia en alguna de las interminables fiestas nocturnas con la banda (aquella única y penúltima luz que aparece encendida en los áticos del edificio de la Torre de Madrid, [ver anverso y reverso de la carátula del disco], así lo atestigua.


La existencia de Burning, transcurrida esa década de oro que culmina con este "Noches de Rock & Roll", se consolidará como la de un grupo que, por razones inherentes a la propia banda y por decisión de la mayoría de los medios, quedará alejado de las modas y corrientes imperantes por entonces. Su rock canalla, macarra, castizo y chulesco no casará, o lo hará forzadamente, con los estilos vigentes antes de llegar al ecuador de la década. Y lo que resulta curioso es que la personalidad musical de la banda, a poco que uno escuche con mediana atención al grupo, se acopla más que bien a las corrientes reinantes tanto a final de los 70 ("El Final De Una Década") como en la primera mitad de los 80 ("Noches De Rock & Roll"). Su exclusión de la "modernidad" fue un grave perjuicio comercial. Inconveniente que afianzó, para bien y para mal, su itinerario anterior y forjó su futuro más inmediato. Me quedo, y es una opción muy personal, con éste Burning de los perdedores, aquellos que se irguieron sobre sus cenizas rechazando la tramposa mano de los vencedores.