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23 ene 2013

CERCEDILLA


 
Pues bien, el Lagarto Grande decidió una soleada mañana de Enero, recién comenzado el año, salir de su guarida de invierno y viajar a la villa de Cercedilla, una hora escasa de tren en la Red de Ferrocarriles Nacionales desde Majadahonda, ciudad en la que comparte trono como consorte de la Reina Bífida. Y no es que le hiciera falta solamente el airearse y respirar en otros entornos menos contaminados, que sí, sino también encontrarse con el beneficioso azar que muchas veces sorprende al intrépido viajero.

Desde la Estación de Cercedilla hasta el centro del pueblo, se puede escoger entre caminar por la calle de Emilio Serrano o por el Paseo de Francisco Moruve, encontrando en ambas vías el paseante casas de singular belleza.


Pasado el centro urbano el Lagarto se dirigió hacia la salida del pueblo que comunica, por cuestas empedradas, con los caminos que llevan a los prados bajos de la Cuenca Alta del Manzanares. La calle de acceso principal se llama de los Cantos Gordos y empalma directamente con el Camino de la Mata del Robledal. Se sigue desde allí, con un ligero ascenso, el curso del río Pradillo para circumbalar la colina que sirve de nidal a la conocida como Colonia de Camorritos, en su vertiente nororiental.




A la citada colonia se accede, después de pasar por extensas aglomeraciones de robledales melojos y pinos salvajes y de Valsaín, por los Caminos de Poniente y de las Tejas. Y ya allí, el caminate se topa con casas de extravagante arquitectura, algunas, otras más convencionales, todas de montaña, en las que se muestran curiosas identificaciones que sus propietarios han dejado patentes para la posteridad.




Una vez en el meollo de la Colonia se desciende de nuevo a Cercedilla por el Camino de Abajo, hasta confluir en el cruce del Camino del Robledal dejando, a su izquierda, uno de los depósitos municipales de agua. Desde allí ya se adivina el humo de las chimeneas del pueblo y el ajetreo en miniatura de la villa. El Lagarto, después de más de dos horas y media de paseo, torna de nuevo a las concurridas calles de la población. Es hora de comer, y al calor del sol numerosas moscas se ofrecen como apetitosa pitanza.




De vuelta al hogar, gracias al singular servicio de los caminos de hierro, el andarín peregrino se sumerge en sus pensamientos, revisa las fotos tomadas y se congratula de tan hermosa jornada que se promete repetir en próximas fechas, a ser posible acompañado de algún reptil ahito de experiencias serranas.

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